Tanguera

Un día me convertí en una persona nostálgica. 

Con nostalgia de las cosas que sucedían en mis sueños —diurnos o nocturnos— pero que no pasaban en la “realidad.”

Me sucedió de joven; no es algo que vino con la adultez. Me veo de bien chica ya siendo nostálgica. Me veo. Con once años. 

Me veo: viviendo grandes películas que salían exactamente como yo quería en mi cabeza, cada vez, aunque pocas veces ocurrieran tal cual en el mundo real. 

Eso nunca me ha frustrado. Soy una soñadora empedernida, y soñar es tan importante (para mí) como el aire que respiro. 

Aunque en ocasiones el aterrizaje a la realidad sea brusco (incluso doloroso) nada se compara a poder volar. 

La nostalgia me entristece de una forma dulce, una forma que disfruto. Que me hace reflexionar; que me ayuda a crecer. Si hay algo que me cuesta entender es la obligación de la felicidad. Y, sin embargo, soy de esas personas que sonríe mucho, muy seguido y que tiene una risa (muy) ruidosa y (peor aún) un tanto impresentable. 

Quiero creer que mis ganas de sonreír no tienen que ver con una necesidad de asegurarme una suerte de felicidad interna tipo express si no, más bien, con un deseo de regalar al otro un momento fugaz de alegría. Porque cuando a mí me regalan una sonrisa franca me olvido de lo que no fue y me asomo, por un momento, a las infinitas posibilidades de lo que quizás será. 

(Y, algunas veces, juraría que una sonrisa con alma me hace sentir que puedo despegar un poquito los pies del suelo. ¿Nos les pasa?)

Publicado en redes sociales el 20 de julio de 2020

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