
Nunca he soñado con serpientes.
De hecho, nunca he sabido a ciencia cierta cuántas tenía en mi cabeza.
No siempre estuvieron ahí: antes ocupaba su lugar una cabellera hermosa, larga y de color rojo como el fuego, ondeada como el mar bravo.
No recuerdo cuándo me acostumbré a sus presencias escurridizas. Siempre en movimiento, siempre sedientas de miedo.
Un buen día, dejé de sentirlas. De escucharlas, con su cadencia de lenguas bifurcadas y movimientos rítmicos.
Tampoco recuerdo haberles tenido asco (igual era un mecanismo de autoprotección para no enloquecer) sino más bien respeto.
Al final de cuentas, habían terminado enredadas en mi cabeza, en vez de poder disfrutar de su naturaleza rastrera. Me acompañaron hasta el final: hasta la noche en la que dejé de odiar.
No quiero sonar dramática: en definitiva, todos nos convertimos en algún tipo de material inorgánico.
La muerte nunca me asustó. Llegó inesperada, pero aún no he reflexionado lo suficiente como para saber si, en algún punto, la deseaba.
Treinta.
Creo que tenía treinta serpientes en la cabeza.
—Número estimado—
Con colmillos larguísimos y sedientas de sangre. Sedientas de una revancha milenaria que ni siquiera me correspondía.
Heredera del odio de los Dioses hacia los humanos.
Portadora de la Ira hecha veneno.
Castigada a ser el terror de aquellos que se cruzaban con mi aspecto envilecido.
Mi castigo se convirtió en museo, de estatuas aterrorizadas al ver de cerca a la inesperada muerte.
Un museo con una colección permanente dedicada a la vanidad del Olimpo.
Si no fuera porque olvidé cómo comportarme de forma humana, y porque mis atributos sociales distaban de ser lo que la gente de buena cuna llamaría agradable, a veces pienso que hubiera sido útil poner un cartel en la entrada de casa para señalar el peligro.
Algo como:
“Medusa adentro. No pasar: muerte asegurada”
Al grano.
Pero no lo hice.
Como sigo sin saber hasta qué punto he agradecido mi propia muerte, no podría afirmar sencillamente que lamento no haberlo hecho.
De alguna manera, fue gracias a mis rasgos salvajes e incultos que yo también me convertí en polvo.
Fea.
A ver: se preguntarán cómo un monstruo de mi talla alguna vez se pensó bella.
Hasta imagino las risas que mi confesión puede causar.
Me da igual. Las risas las congelo de forma eterna.
Así que, cuidado…
¿Veis? A fuerza de mi destierro, me he convertido en una salvaje de pura cepa.
Volviendo al tema de mi reputada fealdad, siempre quise creer que no era cierto.
Debéis comprender que alguna vez fui bella.
La más bella de mis hermanas (y de muchas otras mujeres).
Mi belleza fue tal que el mismo Poseidón puso sus manos escurridizas sobre mí.
No es un hecho que me agrade recordar –Dioses, que se creen dueños de todo lo que tocan— y fue tal incidente que me condenó a mi estado actual, de destierro hiperbóreo y mortalidad afeada.
Atenea quiso que mi alma desapareciera. Afrodita: que mi melena una vez digna de envidia se llenara de serpientes.
Entiendo que tener serpientes en la cabeza la hacen a una un poco difícil de digerir visualmente, pero no creía que, necesariamente, eso me hubiese convertido en un ser feo sin más.
Nunca nadie me dio el beneficio de la duda, pero yo decidí dármelo a mi misma, y no creer que, por el simple hecho de sembrar terror y cosechar muerte, fuera yo a tener sin más una existencia marcada por el desagrado.
Pero comprobé a fuerza de años de rostros despavoridos y desconsolados por mi presencia que, efectivamente, las Diosas habían hecho un trabajo digno del tamaño de su envidia.
El resultado estaba a la vista: las serpientes me hacían una cabellera babosa, casposa y enorme que no enmarcaba bien mi cara. Mis ojos, demasiado grandes y redondos, eran rojos (del color que alguna vez fue mi pelo) y desprendían toda la miseria que los Dioses habían planeado para las muertes indignas de los seres que claramente veían con agudo desagrado. Mi nariz –perfil griego— era lo único digno de ser retratado, porque mi boca de labios muy finos y resecos estaba habitada por dientes puntiagudos cuan puntas de flecha avejentadas, rotas y podridas, que desprendían al abrirse una baba pegajosa de tono semi-verdosa; y mi lengua bífida y puntiaguda solo hacía patente mi aspecto monstruoso y sobrenatural.
Fui muy fea.
Hasta que un día, un hombre hermoso, lleno de la vanidad de los Dioses y con alas en los pies me cortó la cabeza mientras dormía. Sí: nada de actos heroicos ni batallas sangrientas. En la tranquilidad de mi sueño profundo, dejé de existir.
Finalmente obtuve la redención del Olimpo –quiero creer— al darme una muerte tan llena de paz.
Dicen que mi cabeza ahora protege el escudo de la temperamental Atenea y que, gracias a eso, la imagen de mi cara desgarrada por el corte filoso de Perseo se ha convertido en un símbolo de protección.
Las vueltas de la vida.
¿Quién hubiera dicho que en mi absoluta fealdad fuera yo a pasar a la historia?
Texto resultado de una propuesta de trabajo en torno a los mitos, del taller de escritura de Fuentetaja. Publicado en redes sociales el 10 de septiembre de 2020.