Tengo las manos congeladas. Y los pies también.
El invierno llega cuando las extremidades de mi cuerpo se congelan por las mañanas y las noches, al andar en mi moto. Esa sensación de rigidez y casi extra-corporalidad marca el cambio de estación, el inicio de una época en la que conducir la moto se convierte, por momentos, en un acto de heroísmo ante las sensaciones extremas del viento que golpea mis delicados dedos. Dentro del saco de dormir la temperatura es agradable, pero siento en mi cara el frío de la mañana que aun no repunta. Ya de pie, voy andando por una calle suburbana llena de hojas otoñales, que marcan el camino al metro más cercano, previa parada para comprar un café negro, de esos que te ayudan a empezar el día. Me sentí defraudada: había comido un desayuno potente, en preparación a la caminata de 10 kilómetros que me había planteado, y al llegar a mi lugar de destino, me encontré con un panorama muy distinto. Una invitación que me apetecía menos. El camino directo era sustancialmente más corto, y me llevaba a la zona más turística de la Garganta, esa zona que prefería evitar. Me sobrepuse rápidamente a la decepción y decidí seguir con el plan de la visita, esperando poder encontrar un lugar tranquilo más allá del barullo de los caminantes más perezosos que preferían solo visitar la zona más conocida, esa que aparecía en todas las fotos cuando googleaba el destino en mi teléfono móvil. Encendí la moto y eché a andar. Una mañana invernal semejante a un sorbo de ristretto en alguna callejuela perdida de Roma. Mismo sopetón de conciencia física; misma sensación de haber vuelto a renacer tras los efectos de aquello que me invita a sentir el fluir de la sangre a través de las venas. Como un amanecer a orillas del mar. O una noche estrellada en medio de un valle, con un cielo enorme cuan queso perforado, que marcaba la distancia entre mi realidad terrenal y lo que se desplegaba antes mis ojos: una historia eterna por contar, en pequeños puntos blancos que titilaban a una distancia que ni siquiera podría entender, por más que me la explicasen (varias veces). Cerraba los ojos y, al abrirlos, era aun de noche, pero el cielo se veía distinto, como si las estrellas se hubieran complotado para hacerme sentir que estaba patas para arriba… ¿o estaba con los pies en la tierra, y las que estaban al revés eran las estrellas? Habíamos terminado de cenar en el restaurante al que mi papá obsesivamente quería ir cada noche. No era una visita más a Santiago. En esta ocasión, aparte de mi mamá y yo, se habían sumado mis hermanas. Habían cruzado el Atlántico –cada una desde un punto de partida muy distinto y distante— para pasar unos días con nuestros padres en su viaje habitual por España. Lo que para mí era ya una costumbre –viajar con mis papás y visitar Galicia— para mis hermanas era un evento extraordinario. Esa noche, después de una cena que seguramente había incluido pulpo, zamburiñas y navajas, decidimos con mi papá, mi hermana Mariangeles y yo acercarnos al concierto de Luar Na lubre para echar un vistazo. Mi hermana Lola, su esposo, mi sobrino y mi mamá volvieron al hotel, desinteresados en lidiar con las masas de gente que copaba las calles. Eran las fiestas del patrón compostelano. La noche estaba inhabitualmente calurosa y en el cielo despuntaban tímidamente unas estrellas que hacían competencia con las luces que adornaban el escenario. Nos ubicamos al fondo, en las escalinatas que conectan la praza da Quintana con la praza de la Inmaculada, frente al Seminario Mayor. Había conocido a Luar Na lubre muchos años antes, durante una visita al pueblo de mi abuela, en la ría de Muros y Noia. Un viaje de mochila a cuestas junto a mi hermano Nacho que había finalizado en una estancia en Abelleira, marcada por las anécdotas de la visita de mi papá a la aldea de su madre a principios de los sesenta y las historias de las vidas de familiares lejanos que en el transcurso de unos días se habían convertido en parte de mi historia. “No se puede coger el sendero largo. Ha habido un incendio en el monte la semana pasada y solo se puede llegar a la Garganta a través del sendero más directo”. La guardia forestal apostada a la entrada del parque natural me indicó de forma automática el camino, y sin rechistar, seguí las indicaciones que me había dado. Me sentí defraudada. “Tengo que poner pronto la manta y las manoplas a la moto” pensé. Es casi diciembre y el frío ya no me deja articular los dedos para frenar. Y me duelen. He tomado el tiempo: si estoy en la moto por más de quince minutos, sobre todo entre las 8 y las 11 de la mañana, las manos se me enfrían rápidamente y dejo de sentirlas. Es como si ya no fuesen mías. Extra- corporalidad. Me quité los zapatos y comencé a trepar por las rocas que enmarcaban al río, saltando de piedra en piedra camino hacia el monte. De forma rítmica y casi coreografiada, fui adentrándome río arriba, dejando al tumulto de turistas detrás, hasta que llegué a una zona pacífica, donde no se veían a otras personas y se formaba una pequeña piscina natural. Dejé mi mochila en una piedra, me quité la ropa y me zambullí directamente en el agua fresca y limpia. Cogí el móvil para sacar una foto al marco natural que había finalmente encontrado para mi descanso, y una vez que tuve el testimonio de una imagen plasmada para el recuerdo, dejé el teléfono al costado y me tumbé en una roca bajo el sol, a leer plácidamente. Mi alrededor olía a eucaliptos y cuando me dispuse a caminar hacia una casa, me encontré en una cama frente un gran ventanal. Afuera, una tormenta digna de ser perseguida por un caza-tornados; adentro, la sorpresa ante tal espectáculo de la naturaleza me quitaba el sueño, por más que quisiera hacer las paces con él. Finalmente cerraba los ojos, y, al abrirlos, era de mañana y estaba amaneciendo en las montañas. Todo alrededor era árido y majestuoso. El sol calentaba de forma intensa, por lo que mis espacios de lectura estaban marcados por pausas frecuentes en las que me sentaba en la pequeña piscina de agua fresca que se había convertido en mi paraíso personal. Mi moto. Mi segundo hogar. Un Hermes personalizado a mis caprichos y necesidades. Mi contacto con la velocidad, con el viento y un fragmento de libertad, en una cotidianidad marcada por el ritmo de la urbanidad. La música se escapaba por las callejuelas. “Chove en Santiago” fue la canción que marcó el inicio del concierto. De aquel disco “Cabo do Mundo” que había recibido de regalo en forma de casete grabado, a finales de los noventa, durante la visita al pueblo de mi abuela. Escuchamos en silencio, acunados por la música cargada de melancolía e interpretada con una voz dulce que nos envolvió en su abrazo cargado de recuerdos que hasta el día de hoy se despiertan en mí cada vez que escucho esa canción. Mi hermana fue la primera en marcharse, seguida por mi papá. Era tarde y estábamos cansados del día de paseo por las rías, pero me quedé un rato más disfrutando de la magia que creaba la música, hasta que a mí también me llegó la hora del descanso. “It´s only when I Sleep, see you in my dreams…” suena en mi Spotify mientras recuerdos, reflexiones, sueños y el frío de la moto pasan como relámpagos por mi cuerpo y terminan aquí, en estas páginas de lunes por la tarde, de mate dulce y cielos que se mueven al compás del ritmo sinuoso de una flauta que ata y desata mis deseos de salir volando bien lejos.
A través de la ventana. Y directo hacia el Sol.
Texto creado a partir de una propuesta del taller de Escritura creativa de Fuentetaja. En este caso, la propuesta es la realización de un monólogo interno. Publicado en redes sociales el 3 de noviembre de 2020.