Camino por las callejuelas de la ciudad azul. Jodhpur. Azul de los brahmanes, que originalmente adornaba las casas de los miembros de esta casta, hasta que el color se fue democratizando, y ahora decora la gran mayoría de las casas que rodean a la fortaleza de Mehrangarh.
Pero no se trata de hoy. Se trata de aquel entonces, de aquel septiembre de 2017, cuando paseando por esas callejuelas buscaba consuelo para mi corazón roto. En aquella época, la India había sido mi primer paso instintivo a la salvación. No me importa sonar a cliché. Al fin de cuentas, nos sirven para entender las a veces no tan obviedades del mundo. Hacía menos de un año me había dejado de un portazo final la única persona que alguna vez llamé pareja. En un intento por darle sentido a la pintura surrealista en la que se había convertido mi vida, partir a la India para formarme como profesora de yoga había surgido desde mis entrañas como un grito desesperado por agarrarme fuerte a algo que me mostrase algún costado amable de la no permanencia.
Jodhpur no fue un destino sino una coincidencia. Un punto en el camino, entre una ciudad de salida y otra de llegada. El bus tardó muchas más horas de lo avisado, haciendo de cada parada polvorienta una oportunidad para ver a la única turista occidental que se paseaba por esos rincones olvidados de los mapas que dicen tener alguna importancia. Recuerdo sentirme como un pez en un acuario, nadando en mi propio sudor y esquivando las miradas curiosas de quienes tenían pleno derecho a sentirse atraídos por la singularidad de mi presencia. Nunca he disfrutado ser el centro de atención –algo que algunos me pueden llegar a discutir pero que defenderé con uñas y dientes— por lo que disfracé las miradas de caricias del viento que tanto me hacía falta, para convertirlas en mis amigas, mis aliadas en esa trayectoria cruda que me había planeado para mí misma, como pequeño limbo personal, con paisaje de Rajastán y música del eco que rebotaba en mi propia carcasa vacía.
Elegí un cuarto privado en un hotel de viajeros de gama media. La habitación respondía a dicha gama –medio limpia— pero no soy de las que tienen expectativas sobredimensionadas, por lo que me hice a la idea del lugar, que en todo caso contaba con una pequeña terraza con vistas a la fortaleza y un restaurante en el que había dibujado de antemano mis noches, cenando a la luz de la luna que por entonces se asomaba redonda por el cielo.
Si tengo que nombrar una de esas cosas que me generan un placer casi instantáneo, lo primero que me viene a la mente es salir a pasear sola. Ya sea un paseo urbano o por la naturaleza, nada se compara al deambular sincrónico de mi cuerpo y de mi mente. Cuando paseo con alguien a mi lado, esa alquimia no sucede. No la dejo suceder del todo. Mi atención pasa “al otro”. Dejo de ser solo yo.
Evidentemente.
Pero, me explico, ¿no?
Mi “yo” se convierte automáticamente en “yo y el otro”. Sí: al menos me mantengo al frente de la batuta. Tampoco soy una irresponsable.
Well there was a time when you let me know// What’s really going on below//But now you never show that to me, do ya?//But remember when I moved in you//And the holy dove was moving too//And every breath we drew was Hallelujah.
Me cuesta volver a ese rincón de la memoria. Fue de las soledades más crudas que creo haber sentido. No he vuelto a visitar un lugar de tanta desolación. Y, sin embargo, Jodhpur fue bella. No como ciudad, ni siquiera como curiosidad turística, si no como paisaje que enmarcó el comienzo de una de las últimas grandes cartas que he escrito. De páginas y páginas. Relato de viajera mezclado con gritos desesperados por un “hasta nunca” que no era capaz de digerir.
Las comidas que más que gustan son las agridulces. Hasta ahora no me había dado cuenta de que lo agridulce es en mí al sabor lo que la tragicomedia es en mi manera de entender el mundo. Así me gusta ver: al teatro del Mundo. Risas y lágrimas (que para mí no tiene ninguna referencia a Julie Andrews porque en Argentina el título de aquella gran película que en inglés se titula The Sound of Music se tradujo libremente como “La novicia rebelde”. Parecería que en el sur tenemos una constatada simpatía por los antisistema).
Un paseo por la fortaleza. Una audioguía, una voz conocida, que resultó ser la de un locutor argentino. Un paseo por la historia de aquella estructura imponente que desbordaba anécdotas de amor y de guerra. Con acento familiar. Que no disminuyó la soledad: solo sirvió de banda sonora para mi tragicomedia mochilera. De lo que parece cerca, pero en realidad está fuera de mi alcance.
Al terminar el paseo, me acerqué a la tienda del museo, donde compré unos pequeños cuadros hechos a mano por alumnos de la tradición Marwar, versión local y ancestral de la pintura rajputa, que cuenta grandes historias en pequeños espacios. Son tres los cuadros, que eventualmente enmarcaría y que hoy adornan con una belleza tímida pero elocuente las paredes de mi casa. Mientras me decidía a gastar una suma extraordinaria de dinero en el contexto de las pocas rupias que hasta entonces había desembolsado en una sola compra, noté una pareja de turistas occidentales que también deambulaban entre la infinidad de miniaturas. Los noté porque eras gringos –estadounidenses— y mis años de haber vivido en ese país me habían generado una identificación inmediata con cualquier persona que sonara o se dijera de esos lares; aún más si el encuentro se producía en medio de tanta falta de familiaridad cercana.
Hoy no recuerdo cómo forcé el encuentro. No sucedió en la tienda –en ese contexto me limité a observarlos— pero una vez fuera de la fortaleza recuerdo que provoqué una situación de conversación que se transformó en una cita improvisada para almorzar los tres juntos. La pareja resultaron ser hermano y hermana, lo cual me alegró, puesto que el chico era guapo, y mi ego en reconstrucción necesitaba sentirse atraído y provocar atracción. La rueda que no deja de girar, por más piedras que nos encontremos en el camino. Comimos en un restaurante vacío que tenía una bella terraza con vistas a la fortaleza. Tampoco recuerdo de qué hablamos, pero si de evocar se tratase, me circula por el cuerpo la sensación dulce de una compañía que me hizo bien, y de una foto con sonrisa honesta y paisaje azul que enmarcó el recuerdo de aquel encuentro que, sin planear, parecía destinado a suceder.
Pero a diferencia de cualquier película de Hollywood, solo se trató de eso. Un encuentro leve, rápido, y que si quedó en mi memoria es porque algo de esa levedad funcionó como bálsamo ante tanto monólogo interno. No recuerdo realmente sus caras. Ni sus nombres. Pero sí la función que esa hermana y ese hermano cumplieron aquel caluroso séptimo día del mes de septiembre del año 2017.
Esa misma noche, la terraza del hotel, un paisaje similar. Coloreado de azul oscuro, y bañado de la luz plateada de la luna. Una comida rica, sencilla pero gustosa. La mirada puesta en esa luna enorme –hoy la recuerdo de un tamaño sobrenatural— pidiendo respuestas que no estaban listas para ser dadas. Nunca lo estuvieron, pero en ese entonces creía que sí existía un camino hacia la resolución según mis términos. Subí a cenar con mi cuaderno, aquel que había usado para tomar notas durante mi entrenamiento de yoga, y comencé a escribir una carta que me acompañaría el resto del viaje y donde plasmaría mis experiencias, mis sentires, mis anelos. Esa noche en Jodhpur fue el comienzo de un final, pero yo no lo sabía.
No lo sabría hasta hoy, hasta estas líneas.
Terminado el viaje, la carta, transformada en un email larguísimo, llegó a las manos virtuales a las que estaba destinada. Y yo, vestida de deseos que no se cumplirían, volví a Madrid.
Madrid, 29 de octubre de 2020.
Propuesta autobiográfica desarrollada para el taller de Escritura Creativa de Fuentetaja. Compartida en redes sociales, 1 de diciembre de 2020.