
Flotando en el espacio. Miles de puntitos lejanos que titilan. Por momentos, se amontonan en el rabillo del ojo, y aparecen más brillantes, más eternos y cercanos. Pero cuando doy la vuelta, vuelven a tomar distancia de mí, como si no quisieran ser tocados, molestados. La distancia de aquello que es infinito. De lo que perdura más allá del tiempo. Y del espacio. Titilan. Las estrellas a mi alrededor. Mis compañeros se burlan de mí; no entienden cómo puedo encontrar magia en algo tan ordinario como el paisaje que cotidianamente recorremos. Me llaman “alma vieja”; dicen que paso demasiado tiempo leyendo libros antiguos, de cuando viajar a las estrellas era un género llamado Ciencia Ficción. La estación Interestelar Orient – J19 es el lugar que me vio nacer. También a mis padres y abuelos. Esto es lo que normalmente se llama “hogar”, flotando levemente por el espacio, a años luz de lo que alguna vez fue la Tierra que dio nacimiento a nuestra raza. La humana. Y, sin embargo, me siento más cerca de quién soy cuando salgo a la oscuridad del espacio. Hay algo en la falta de gravedad que me da la bienvenida. Como si nunca tuviera que haber hecho otra cosa más que flotar.
Me llamo Nakata Riuju, tengo veintitrés años y trabajo como mecánico especializado en mantenimiento y reparaciones relativas al cuerpo externo, a la carcasa del Orient Express –así llamo a la estación espacial, haciendo alusión a una antigua maquinaria que se usaba como transporte “terrestre”, es decir, en la Tierra. No recuerdo muy bien cómo empezó mi fascinación por aquellas moles de acero, pero de pequeño pasaba horas viendo documentales y fabricando miniaturas de trenes con cualquier material que podía encontrar en las secciones de desechos no orgánicos. El momento que más disfrutaba de ese tiempo que transitaba entre mi imaginación y esos objetos replicados era cuando, a fuerza de jugar repetidas veces con ellos, alguna pieza se rompía, y ponía todo mi empeño y mi concentración en reparar y realizar mejoras a mi diseño original. Es claro el camino entre el Riuju que jugaba a reparar y el que se gana la vida haciéndolo. Una estación espacial no se parece a un tren, de hecho, ni siquiera es un transporte como son las naves que conectan a las distintas estaciones, o que salen en viajes exploratorios, pero hay algo en la complejidad metálica, en la creencia de que un artificio tan tosco pueda ser aquello que nos asegura la vida que le otorga una poética al Orient Express que ningún tren podría haber tenido jamás.
Sigo flotando. Cierro los ojos porque el sol brilla con demasiada soltura y no me deja ver con claridad. El agua se siente tibia, como una cama mullida donde descansar mi cuerpo molido por las horas de trabajo. A veces siento que ya he vivido miles de vidas en mis veintitrés años. En esos momentos, el mar me recibe con sus brazos abiertos para volver a sentirme como esa niña que aún creo ser. Se espera de mí que sea esposa y madre, y que trabaje hasta que el sol abra grietas precoces en mi cara. Se espera que cuide a mis padres cuando sean mayores, y que la choza en la que construya mi familia esté siempre limpia y ordenada, que huela a pescado recién cocido y a leche salida de mis pechos siempre inflados, por traer al mundo un niño detrás de otro. Sin embargo, no me siento aún capaz de cumplir con tantas expectativas. A veces, creo que nunca lo seré, y que hubiera preferido haber nacido hombre, y poder usar el mar como excusa para subirme a alguna embarcación pesquera que me llevase lejos de mi tierra, durante meses, incluso años.
Una isla, la que me vio nacer; también a mis padres y a mis abuelos. Más allá, no hay rastro, no interesa. Vivimos el día a día, pescando, secando coco, recolectando cacao, limpiando y reparando las cosas rotas. Mis padres me dejaron ir unos años al colegio: allí adquirí el conocimiento de la palabra escrita, y las ganas de leer todo lo que se cruza por mi camino. Aprendí a escribir mi nombre, Moana, y a conocer la historia de nuestra pequeña isla de Malo, un puntito más en una constelación de retazos de tierra que descansa plácidamente en el azul del mar. Y yo, me siento como una isla, solitaria y en reposo, cuando floto en las aguas saladas. Mis amigas me tildan de bicho raro; no entienden porqué me paso los ratos libres queriendo ser alguien que no podré, buscando en el horizonte el lugar donde el mar se une con el cielo. Ellas fantasean con casarse, y las desposadas, con tener una familia llena de niños a quienes alimentar. Mis padres ya han excedido los límites de su propia paciencia y miran de mal grado mi falta de interés por conseguir un esposo. Mis hermanos y hermanas viven la vida que les toca vivir, y traen a la familia esa alegría esperada en la que mis padres encuentran consuelo; será solo por eso que con veintitrés años me permiten seguir soltera. Las noches claras y sin luna, espero a que la aldea descanse en un profundo silencio para salir de puntillas al mar. El agua se siente más fresca pero eso no me detiene. Me quito toda la ropa y vuelvo a flotar, con la compañía de las estrellas que titilan a lo lejos, que me hacen sentir diminuta, insignificante, pero viva. Cierro los ojos y me imagino flotando en el espacio, en esa masa negra rodeada de aquellas luces parpadeantes: están más cerca, pero siguen siendo inalcanzables.
A veces, sueño que floto en el mar. Estoy desnudo, y el agua salada se siente tibia, me da la bienvenida. Miro hacia el cielo y veo las mismas estrellas que me acompañan en mi cotidianeidad, pero se sienten distintas, más misteriosas, cargadas de respuestas que no consigo descifrar. Cuando despierto de ese sueño, suelo tener los ojos mojados, con lágrimas que se asomaron cuando aún estaba a merced del descanso. Me acompaña entonces una tristeza profunda, casi antigua, como heredada. Esos días, trato de encontrar excusas que me permitan permanecer flotando en el espacio por más tiempo que el necesario: solo en ese encuentro con el vacío de la oscuridad siento que mi vida vuelve a tener una razón de ser.
Un día me senté a escribir; conseguí comprar unos folios de papel y una pluma a un comerciante del puerto que traía mercancías que no solían encontrarse con facilidad en Malo, y usé los pocos ahorros que tenía para aventurarme en la escritura, porque algo dentro mío me empujaba a plasmar en unos párrafos mal escritos esas imágenes que visitaban mis ensoñaciones. No quería que nadie supiera lo que estaba tramando, por lo que encontré un rincón deshabitado donde el mar golpeaba con fuerza las rocas de la orilla, y en una pequeña cueva que se abría paso en la bajamar, establecí mi rincón de escritura temporal, marcado por las mareas y al ritmo de mis ratos libres.
Un hombre flota en el espacio. Es joven, y si no fuera porque solo aparece en mi imaginación, podría incluso pensarme junto a él. Se siente libre; ama flotar, acunado por el vacío del espacio y las luces perennes de las estrellas. No necesita nada más, pero sabe que esos momentos son fugaces, y que está solo, muy solo, en ese mar infinito. Toco suavemente su hombro, y le susurro al oído que allí estoy, que no hay soledad tan profunda que no conozca de encuentros imposibles.
Volví a flotar en el mismo mar. Mi sueño recurrente me visitó nuevamente mientras dormía, como en tantas otras noches, pero la sensación de soledad no era tan profunda, la tristeza no estaba tan presente. Abrí los ojos y vi el manto del cielo nocturno que me rodeaba, como una esfera dibujada que enmarcaba los límites de aquello que era necesario. Algo se movió a mi lado, y sentí como mi corazón palpitaba con más fuerza. Entonces tu mano tocó mi hombro y, por primera vez, supe que tú estarías siempre allí, suspendida a mi lado, en aquel punto donde el mar se une con el cielo.
¿Cómo te llamas?
Relato breve desarrollado para el taller de escritura creativa de Fuentetaja; publicado en redes sociales el 15 de diciembre de 2020.