
Elisa está en la estación de la Vieja Delhi.
Es el final del monzón y la humedad es asfixiante.
Ha llegado temprano. Su tren a Jaisalmer sale en dos horas, pero el conserje del hotelito que la hospedó en Delhi le aconsejó ir con tiempo. Elisa se arrepintió al principio —no es de las que llegan tan temprano a los sitios—, pero intuyó que ese hombre tenía razón, y apenas vio el panorama en la estación entendió el porqué del consejo.
Desde muy joven Elisa es viajera, ha tenido muchas experiencias ella sola en tierras diversas. Y a sus treinta y pico años a veces siente que ha vivido el doble de su edad. La relatividad del tiempo es en la vida de Elisa una máxima comprobada una y otra vez.
Y, sin embargo, no está preparada para lo que sus ojos ven. Delhi ha sido, en ese sentido, una escuela de miseria. Montañas de basura que, de tanto permanecer, forman verdaderas esculturas que parecen rendir culto a la vida que sigue, más allá de las penurias, o porque ellas resisten más allá de la vida y de la muerte.
Elisa viene de un país de contrastes: nació en una clase media acomodada —en una de esas familias que están en extinción en su tierra—, pero está acostumbrada a ver con los ojos bien abiertos los estragos de la pobreza. De una familia construida con base en el sueño americano ya inexistente, de padres humildes, pero con la fuerza y la inteligencia necesarias para florecer y tener éxito en la vida, Elisa no conoce la palabra “límite”; fue educada para creerse capaz de hacer lo que se proponga. La vida le ha ido mostrando que ese no es siempre el caso; muchas veces se ha dado de bruces contra el bordillo de la acera, pero ella, optimista innata, vuelve a ponerse de pie, arregla sus ropas y sigue adelante.
Pero lo que acaba de ver en esos cinco días que pasó en Nueva Delhi le ha dado un apretón fuerte al corazón. Y no tanto por las caras de la pobreza, que, aunque con otra fisionomía, son caras que ya conoce, sino por esa dejadez que se refleja en la suciedad, la basura, la mugre que se agolpa en las calles, por esa ciudad que muestra su cara más horrorosa con una resignación casi exultante.
Elisa llega con mucha antelación al andén por el cual pasará el tren que la llevará a la Ciudad Dorada, en un viaje de 17 horas a través de la provincia de Rajastán hacia el oeste, hacia la frontera con Pakistán, a los pies del desierto de Thar. Mientras sueña con lo que hará los días que pase en esa ciudad enigmática, deja en el suelo su pesada mochila, se sienta sobre ella y comienza a secarse el sudor que no deja de caer por sus sienes.
Escrito para el taller de escritura autobiográfica de Fuentetaja, octubre 2021.