Juego a la botellita*

Un mar bravo, por momentos de color tan oscuro como el azabache: así recuerdo el Atlántico de Miramar. Al sur de la provincia de Buenos Aires, en esa zona en la que el viento sopla con fuerza y las playas tienen kilómetros y kilómetros de arena acaracolada que, por momentos, lastima al caminar. La Ciudad de los Niños, donde se podía salir en bicicleta y hasta tarde a la noche por más joven que una fuera. La libertad de moverse sin miedos paternales, ecos de la inseguridad en la gran ciudad que en aquel pequeño reducto costero no reverberaban. Miramar era tranquila, familiar y muy divertida. De casitas de piedra de varias formas y tamaños, una zona acotada de edificios de los que el más alto, el Playa Club, tenía veinte pisos que se sentían como cien. Calles con números pares e impares, balnearios llenos de carpas y sombrillas coloridas, mi familia en casas grandes donde siempre cabían amigos de amigos. La noche no era peligrosa, pero sí fría: en pleno verano podía bajar la temperatura a niveles que, en la ciudad, se considerarían invernales. En pleno enero, los treinta y pico de temperatura durante el día y el mar manso eran un recordatorio de que, por más austral que estuviese, Miramar tenía escondida bajo su manga el as del verano, dispuesta a usarlo cada vez que el frío de la noche o la lluvia de los días nublados te hicieran dudar de tu decisión de pasar las vacaciones allí. De los cinco a los diecisiete años veraneé cada año en Miramar. Los recuerdos son infinitos, como mis ganas de antaño de que esos días no terminasen. 

Heladerías artesanales —dulce de leche granizado y frutilla al agua—salas de videojuegos —Wonder Boy y PacLand—discotecas de matinée —Aramaçao, In Touch y esa que cada temporada cambiaba de nombre—, paseos por la avenida principalla Peatonal—llena de tiendas de suvenires, de sudaderas de personajes de Disney y de artesanos que vendían sus joyas en puestos callejeros en el Paseo Artesanal. Amigos por doquier, de distintas partes de Argentina. Amores, en su mayoría frustrados, y la esperanza de que al año siguiente conocería a aquel chico que cambiaría mi manera arisca de ver el amor. No sucedió en Miramar. 

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¿Qué hubiese pasado si aquella noche le hubiera dicho lo que realmente sentía por ella? A la distancia veo mi miedo a experimentar el amor, a entregarme a otra persona. En aquel entonces, disfrazado de deseo de libertad, me dije a mí mismo que era mejor así, que Judith era una chica muy tradicional y confesarle mis sentimientos acarreaba el peligro de que fuerancorrespondidos, de tener que convertirme en su novio y empezar con solo diecisiete años una relación en serio. No estaba listo para tal responsabilidad. Me pienso y me doy risa. Nunca lo iba a estar. Ni hoy, a horas de casarme, estoy listo para lo que supone estar al lado de una persona de forma constante. Al menos a Judith la amaba profundamente…

Soñé con ella anoche. Que la volvía a ver, con su enorme sonrisa, los hoyuelos en sus mejillas y el pelo rizado de color cobre. Sentí una alegría inmensa; hace tiempo que no me sentía tan feliz, dormido ni despierto. Sonó el despertador, y al darme cuenta de que solo había sido un sueño me eché a llorar como un niño. Intenté en vano volver a dormirme, volver al reino donde Judith habitaba y me sonreía de forma franca y amorosa. Abrí el cajón de la mesa de noche, rebusqué entre las pequeñas cajitas y sobres en donde guardo los pocos recuerdos que he traído a esta nueva tierra en la que vivo, y lo encontré: el pendiente de oro en forma de gota que ella me regaló, aquella noche de despedida, sin saber que lo era, sin saber que nunca más nos volveríamos a ver. El pendiente está en mis manos. Lo que fue una gota es también una lágrima.

¡Qué frío hacía esa noche! Habíamos salido de la discoteca porque la música era mala, y ambos teníamos ganas de estar en la compañía del otro, sin ruidos ni molestias externas. Todo el mundo sabía que entre nosotros había algo especial, pero nadie se atrevía a ponerle nombre. Desde que nos habíamos conocido hacía ya ocho años, cada verano nos encontrábamos en Miramar, un pequeño balneario a 50 kilómetros al sur de Mar del Plata, para reanudar esa amistad que durante el invierno se quedaba como dormida, a la espera de la llegada del nuevo año. Una amistad inexplicable, por momentos irracional, pero que no podíamos evitar. Éramos el agua y el aceite: ella, de familia judía acomodada, de colegio bilingüe y viajes al extranjero al menos una vez al año. De madre psicoanalista y de padre profesor de filosofía en la universidad. No eran practicantes de la religión, pero tenían una fuerte identificación con su sangre, con su herencia. Yo, en cambio, provengo de una familia de clase trabajadora, que a duras penas llegaba para alquilar un pequeño piso en Miramar. Vivía en Quilmes, un barrio al sur de la Capital, rodeado por vecinos humildes que se esforzaban para llegar a final de mes. Mis padres eran ambos trabajadores del Estado, y tenían la suerte de contar con treinta días de vacaciones. Cada primero de enero, mi papá nos subía a mi mamá, mi hermana Gloria y a mí al Peugeot 504 gris plomo, que tras hacer muchas paradas el motor se recalentaba con frecuencia— nos transportaba lentamente a la ciudad en la que, cada verano, nos reencontrábamos con la felicidad. 

(Y) con Judith. Nos conocimos en el balneario Ibiza; mis papás alquilaban una sombrilla en primera línea de playa, y su familia, una carpa. Con nueve años la amistad surgió a fuerza de vecindad playera y edad semejante. No recuerdo el día que la conocí. Solo sé que desde entonces nos hicimos amigos. No fue sino hasta ese verano cuando se despertó en mí el amor por ella. Miento. Ahora que lo pienso, siempre la había amado, pero no tenía la capacidad de darme cuenta. De adolescentes nos convertimos en personas muy diferentes: yo escuchaba a Nirvana y ella a George Michael; yo vestía de negro uniformado y ella de colores fluorescentes. Ambos éramos de izquierdas, pero de izquierdas distintas. Judith era para mí una cheta, del barrio de Belgrano R, y yo para ella… el chico del que estaba profundamente enamorada.

Siempre lo supe. Siempre supe lo que ella sentía. Lo percibía en sus ojos, en las miradas de celos cuando me veía con otras chicas, en la necesidad de estar siempre cerca de mí. Esa fría noche de final de enero sé que esperaba oír mi confesión. Ella no era capaz de ponerlo en palabras: era demasiado tímida para decirme lo que sentía, pero sus acciones eran más elocuentes que cualquier frase bien dicha. Su amor por mí era claro, decidido y de una pureza que jamás he vuelto a sentir. Pero aquella noche no quise amar. Lleno de miedos disfrazados de excusas, me despedí de ella hasta el año siguiente, en un abrazo que aún recuerdo vívidamente al cerrar los ojos. Eran épocas sin redes sociales ni teléfonos móviles, y por más que viviésemos en la misma ciudad, los amigos del verano eran eso, solo de verano. Poco a poco empecé a salir de vacaciones con mis amigos de la ciudad a otros lugares, y no volví a verla. Su vida en Buenos Aires era muy distinta a la mía, y por más que años después, con la llegada de Facebook, intentase localizar el paradero de Judith, ni siquiera estaba seguro de su apellido. Así eran en aquel entonces las amistades de verano. Solo tenían nombre de pila. 

Observo la habitación en la que estoy, mi habitación. La cama king size de diseño, de madera oscura y bien pulida. Las sábanas suaves de seda cruda de la India; el gran espejo ovalado que hace juego con la cómoda que imita a la perfección un mobiliario Luis XIV. La alfombra suave, persa, de color arena. La ventana que mira al mar, a ese inmenso mar que da sentido a mis despertares. Esta habitación tan cargada de valor y, al mismo tiempo, tan prescindible. 

He guardado el pendiente en forma de lágrima en la cajita donde siempre ha estado. Antes, como si el ritual pudiera concederme un deseo ya caducado, beso su pequeña superficie dorada y vuelvo una vez más a verla. Hace quince años de aquella despedida, hace ocho que vivo en un país lejano donde he prosperado, hace tres que estoy de novio con una gran mujer que esta tarde será mi esposa. Y, sin embargo, por un segundo de aquella sonrisa franca y amorosa de Judith lo dejaba todo. 


*Inspirado en «Mi caramelo», canción de la Bersuit Vergarabat, en donde al final él canta «Me ha pasado mi hora, ¿quién robó mis años? Cambio toda esta familia por un segundo con vos Si te veo ahora, aunque termine en un hospicioTomo una botella y juego a la botellita con vos». El juego de la botella… ¿quién no lo ha jugado? Se hace una ronda, con una botella en el centro del círculo. Una persona hace girar la botella; cuando ésta se detiene, su cuello señala a alguien del círculo. ¡La persona que giró la botella debe besar a la persona señalada!

Ejercicio de escritura para el curso de escritura autobiográfica de Fuentetaja, noviembre 2021.


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