Las delicias de Carmencita

Potato Head & Me, Valle, Asturias, marzo 2022

“¡Alicia!”

Gritaba mi madre a viva voz. ¿Dónde estás?

No me estaba escondiendo de ella, pero no quería volver al curro. Tenía las manos rojas de tanto fregar la vajilla de la noche anterior y las uñas –que me las había arreglado dos días atrás— ya estaban hechas un lío.  

Odio mi vida.

“¡Alicia!”

Salí por la ventana de la habitación de la abuela, que dormitaba plácidamente con la manta de crochet en su regazo, subí la escalerilla que conecta el balcón con la terraza, encontré un hueco en el suelo en donde no soplaba el viento y me recosté al sol. Me quité el mandil. Olía a jabón de Marsella y a grasa de cerdo. Mis manos olían a detergente barato. Me quité los zapatos y los calcetines también. Quería que el sol me diera en las plantas de los pies. Saqué un pitillo que me había hecho durante el desayuno y me puse a fumar. Debía ser el mediodía. El sol estaba alto y calentaba rápido. Si bien era pleno invierno, esos días de cielo azul hacían que una no extrañase tanto el verano. No escuchaba la voz de mi madre, pero sabía que no se daría por vencida tan rápido. Ya empezaban a llegar los primeros comensales al salón principal, y tenía que volver a cortar las verduras. Los domingos el restaurante se atiborraba de gente y había que tener todo listo antes de que la cosa se fuera de control.

Terminé de fumar, y ya sintiendo el calor del sol en los huesos, bajé. Llegué a la cocina y me encontré con la cara enojada de mi madre, que me gritaba sin parar cosas del tipo “¡no sé que hacer contigo!”, “¿cómo puedes ser tan irresponsable?”, “¿acaso te crees que eres una princesa?” …mi madre vivía con palabras en la boca. No sabía estarse callada. También odiaba su vida, y a través de los gritos y de los improperios soltaba parte del rencor que sentía contra el destino que no le había permitido dedicarse profesionalmente a la música y, en cambio, la había empujado a hacerse cargo del restaurante de su madre. Carmen –mi abuela— había sido una cocinera excepcional, volcando en sus platos todo el amor que tenía para dar al mundo. No existía persona que no adorase a Carmen. Los lunes, los días en el que el restaurante estaba cerrado y ella descansaba, su casa se convertía en auténticas tertulias, en las que todas las vecinas del barrio se acercaban a pedirle consejo. Daba igual lo que necesitasen, Carmen tenía palabras sabias para todas:

“Carmencita, Oscarcito no está comiendo nada. Se queja de dolor de estómago y dice que prefiere no comer a sentirse mal…”

“Ay, Carmen, si supieras lo triste que estoy. Elena se ha peleado con Esteban. ¡Esa chica me va a llevar a la tumba antes de tiempo! Nada le viene bien y Esteban es un verdadero sol…”

“Vecina, hágame por favor unos de sus ungüentos, ese que es tan bueno para los dolores de huesos…”

Todo el día, llegaban y se iban vecinas conocidas y nuevas a pedir consejo; algún elixir curativo, o un abrazo de mi abuela. Yo observaba con fascinación desde un rincón del salón, donde jugaba con mis muñecas, haciéndoles vestidos nuevos. La costura siempre se me ha dado de maravilla, y desde muy niña me pasaba el día probándome la ropa de mi madre, los collares de mi abuela y haciendo ropita para mis muñecas. 

Mi madre, en cambio, huía de las multitudes de los lunes. Cogía su guitarra y se iba a pasar la tarde a lo de Gustavo, su novio de aquel entonces, que también era músico. 

Ella se había quedado embarazada de mí siendo aún una adolescente de solo quince años. Mi abuela le prohibió abortar, y nací yo. Si bien mi madre llevaba ese título, para mí era como una hermana mayor. Y ella tampoco me veía como una hija. Mi abuela me había criado y había sido la figura materna que Estela, mi madre, nunca podría haber sido.

Pero Carmen ahora estaba muy anciana y ya hacía unos años que no podía dedicarse al restaurante. Como era un negocio con bastante éxito, y teniendo en cuenta que Estela ya no era la joven soñadora que una vez había intentado con todas sus fuerzas hacerse un lugar en el mundo de la música, decidió encargarse del restaurante de la abuela, contratando a Josefina, su amiga de la infancia que era una cocinera a la altura de las recetas de Carmen. Vivíamos cómodamente, nada nos faltaba y, sin embargo, éramos cáscaras vacías. 

Mi abuela se pasaba el día entero durmiendo; mi madre, llevaba una existencia melancólica por su falta de éxito artístico y yo, con veintiún años no tenía el ímpetu necesario para abrirme un camino en el mundo de la moda.

Me volví a poner el mandil, cogí un par de cebollas del canasto y puse la radio. Sonaba una de mis canciones favoritas; subí el volumen. Josefina me miró y echó a reír. Estaba yo en pleno baile cuando mi madre dictó con irónica amargura su sentencia: 

“Siempre tan sonriente, Alicia, siempre tan sonriente. Pero a ver cuánto te dura la sonrisa, hija, cuando este lugar del demonio termine por chupar toda la vida de tus huesos.”

Ejercicio de escritura para el taller de Escritura autobiogárfica de Fuentetaja, enero 2022.

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