M., 17 de enero de 1990.
Querido amigo,
Esta noche soñé con mi mamá. Sentí su tristeza, la reconocí en el tono de su voz. No hablaba de nada importante, pero yo sabía que no estaba bien. Podía oler el perfume de rosa mosqueta que a ella tanto le gustaba. No conocí otra persona que usara ese perfume. Ese aroma era mi mamá. En un momento dado me acerqué. Quería tocarla. Estaba vestida con ropa suave; me recordó a un traje de cashmere que ella solía llevar cuando yo era pequeño.* Me encantaba subirme en su regazo y pasar mi cara sobre sus brazos, su pecho…la suavidad del tejido, el calor de su cuerpo mezclado con ese aroma dulzón y penetrante que salía de su piel me hacían sentir que todo estaba bien. En el sueño intenté hacer lo mismo, pero no pude. Ya no era un niño, y al tocarla descubrí que mi mamá estaba frágil, delgada. Entonces la cogí de las manos y percibí las arrugas, las venas que sobresalían al tacto. Mi mamá era una mujer anciana. En un momento dado me soltó una mano, la acercó a mi cara y empezó a explorarla. Entendí perfectamente lo que estaba haciendo, aunque no supe por qué lo hacía. Es verdad que algunas veces, sobre todo cuando yo era muy pequeño, solía jugar conmigo usando el tacto, explorando con sus manos mis límites, como si esos fueran sus ojos. Tuve la necesidad de hacer lo mismo con su rostro. Tocar esas arrugas que nunca había sentido en ella, la cara surcada por marcas de todos esos años que no llegó a vivir. Alargué mi mano y, cuando creí que ya la estaba tocando, desperté. Me eché a llorar. Las lágrimas tibias cayeron por mis mejillas; tenían un gusto salado cuando tocaron mis labios.
Hoy hace cinco años de la muerte de mi mamá. No llegó a ser una anciana. Un cáncer de páncreas se la llevó con cincuenta años, y en cuestión de meses. Ella era toda mi familia. Nunca conocí a mi papá, nos abandonó al nacer, seguramente al conocer el destino marcado a su hijo, aunque mi mamá siempre decía que se había ido antes de que yo naciera. Perdona que no te lo contara antes; es algo que me genera mucho dolor recordar, pero creo que es hora de que lo sepas.
Más allá de ser un día difícil, también fue bastante tranquilo. Primero visité la tumba de mi mamá en el cementerio, y después me di un paseo por uno de sus barrios favoritos. Lo más “difícil” de todo –te imagino riendo cuando lo leas— fue salir de la cama. Los fines de semana, que coinciden con mis días libres, suele ser una batalla personal abandonar el calor y la suavidad del edredón por el frío del ambiente que reina en mi piso. Pero estoy tratando de ahorrar dinero para un viaje que quiero hacer en el verano (prometo contarte más al respecto en mi próxima carta), y he decidido, o al menos estoy intentando, no encender las estufas en invierno, para ahorrar en la factura del gas. Por ahora lo consigo a base de abrigarme con muchas capas cuando estoy en casa, pero el momento de dejar la cama es siempre el más complicado.
No sé si a ti te pasa lo mismo, pero yo soy bastante conservador con el desayuno, lo que equivale a decir, que siempre desayuno lo mismo, incluso cuando lo hago fuera de casa: té negro, dos tostadas de pan blanco –puede ser tipo Bimbo— con aceite y sal. Me gusta que las tostadas estén crocantes, un poco quemadas por los lados pero que no sepan a quemado. La sensación en la boca del pan crujiente justito al dar el bocado, mezclado con la suavidad del aceite que se escurre por el paladar; el sabor de la oliva un poquito saladita y esa zona esponjosa que queda en el centro del pan, en esa parte donde ni el aceite ni la tostadora llegan, todo el conjunto me sabe a gloria.
Después de desayunar, me doy una ducha. Es también parte de mi ritual matutino. Me gusta quedarme un buen rato bajo el agua caliente; a veces me paso un poco y pongo el agua muy pero muy caliente, y el contraste al salir de la ducha con el aire fresco me crispa los pelos del cuerpo. Una vez fuera, me seco con una toalla que huele a suavizante floral, como una mezcla de lavanda y jazmín, y me pongo crema en todo el cuerpo. Esto es una confidencia total, no suelo contar por ahí que tengo una obsesión con la piel humectada y sedosa, pero es la verdad. Me gusta sentir cómo resbalan mis dedos por mi piel. Y me gusta el aroma de la crema corporal de almendras. Hay veces que me dan ganas de comerme un helado de almendras después de embadurnarme de crema. No lo he hecho aún, pero no lo descarto. Para que la experiencia sea completa, ¿no?
Antes de salir, encendí la radio para conocer la temperatura, y el locutor confirmó mis sospechas: hacía mucho frío. ¡No sabes la envidia (sana) que te tengo, al saber que ahora, en tu parte del mundo, es pleno verano! Pero bueno, aquí toca transitar el invierno, así que me abrigué bien, que la semana pasada estuve un poco resfriado y lo paso fatal cuando no puedo respirar bien. Siempre imagino que, para la mayoría de la gente, tener un resfriado es una molestia, un inconveniente sin más. Para mí es mucho más que eso. Me hace sentir muy frágil, no poder oler ni degustar las cosas como de costumbre. ¿Cómo llevas tú los resfriados?
Una vez bien abrigado, con gorro, bufanda, guantes y bastón en mano, estuve listo para hacer frente al día. Decidí ir en bus al cementerio, para no gastar dinero en un taxi y, además, no tenía ningún apuro. Al salir del edificio, sentí enseguida el aire frío que chocaba con mi cara, que entraba por mis fosas nasales. Pero también percibí el sol. Me quedé un momento de pie, quieto, sintiendo el calor tímido del sol de invierno, y en seguida me puse en marcha. La parada de bus queda a dos cuadras de casa, y conozco el camino de memoria. Era cerca del mediodía y el barrio estaba animado; se escuchaban las personas que iban al mercado, las madres con los carritos llevando a sus hijos, los amigos que se reúnen en el bar de la esquina para hablar de fútbol mientras fuman. Nací en este barrio, y por más que ha cambiado mucho, la fauna local sigue presente. Y yo formo parte de ella. Me llegaron las voces de Noelia y Marta, las dos hermanas solteras que viven en el edificio de al lado, que me saludaron y me dieron el pésame. Se acuerdan del aniversario de la muerte de Alicia, mi mamá, como se acuerdan de mi cumpleaños, de mi comunión, de mi graduación. Son como las tías que nunca tuve, y que tengo en forma de dos vecinas bastante cotillas pero cariñosas. Te hablé de ellas una vez, cuando te conté el incidente que hubo en el barrio cuando los vecinos nos juntamos para que no se cerrara el bar de la esquina, el de Doña Rosa.
Volviendo al tema, de camino al bus me crucé también con Juan y Blanca, dos vecinos nuevos que viven en la puerta de al lado de la mía, que imagino tendrán aproximadamente mi edad, y que siempre que me ven, me saludan. Lo hacen levantando la voz, y de forma pausada; tienen la idea de que, al no verlos, necesito unos segundos más para reconocerlos, por eso lo de la pausa, creo yo. Subir el nivel de la voz quizás tenga un poco más de sentido, aunque la verdad es que agudizo mucho los oídos cuando estoy caminando solo por la calle, porque los ruidos y los sonidos son el paisaje más claro que tengo de aquello que me rodea. Los olores también, pero la contaminación de la ciudad, los caños de escape y la basura en las calles a veces me dificultan el reconocimiento de olores más delicados, como el perfume de una mujer que pasa cerca de mí, o el de una persona que no se ha duchado ese día; el aroma de la frutería, con su mezcla de cítricos y de frutas tropicales; el olor a café recién molido de las cafeterías. La contaminación sonora, por alguna razón que no sé explicarte ahora mismo, la llevo mejor. Puedo discernir mejor qué es cada cosa, puedo incluso percibir sonidos de una sutileza que podría decirse que no existen. Todos tenemos un sentido más agudizado. Entre las personas videntes, suele ser la vista, aunque mi amiga Victoria tiene el sentido del olfato más agudizado y delicado que jamás he conocido. Entre los no videntes, bueno… ¡yo creo que nos repartimos los sentidos! El mío es el oído. Seguido por el gusto. Será porque soy un glotón y comer es de mis actividades favoritas. Diría que el olfato le sigue, y por ultimo, el tacto. No me malinterpretes, el tacto es fundamental, y puedo ser bastante tiquismiquis con aquello que toco, pero siento que hay otras maneras de hacerme una idea de las personas y las cosas que me rodean, y que el tacto no es aquello que más me ayuda. De hecho, a veces siento que me limita. Los bordes de aquello que se toca. Las aristas. Las esquinas. El sonido no tiene límites. El tacto sí.
¿Cuál crees que es tu sentido más desarrollado? ¿lo has pensado alguna vez?
Perdona que estoy siendo un poco desordenado en esta carta. Hace tiempo que no te escribo y quiero contarte muchas cosas a la vez. Como te comentaba, fui al cementerio, a visitar la tumba de mi mamá, que se ubica cerca de la entrada principal, donde está Alfredo, el florista al que siempre le compro un ramo de rosas amarillas. Como de costumbre, me dijo que me estaba dando las mejores que tenía. Y sé que es así. No porque le crea, sino porque, al olerlas y tocarlas suavemente, siento que son perfectas. Da igual si tiene otras incluso mejores. Las rosas que me da Alfredo son siempre perfectas ante mis sentidos.
Al cabo de una media hora, tomé el bus de vuelta a la ciudad. Estaba casi vacío, olía a lejía y no se sentía el calor típico de un bus repleto de pasajeros. Me senté atrás, aunque el conductor siempre insiste que nos sentemos al frente, pero me hice el sordo (y muchas veces funciona, créase o no) y me encaminé sin prestarle atención a un asiento de atrás. Me gusta la sensación que se tiene cuando te sientas al final de un vehículo largo…quizás sea una tontería, pero es casi un juego para mí. Como subirme a una montaña rusa, versión urbana y cotidiana. El viaje se me hizo más corto que el de ida, había menos tráfico porque era la hora de la siesta. Ya no podía sentir el sol como antes –el cielo debía estar nublado— pero decidí seguir con mi plan de darme un paseo por el barrio favorito de mi mamá.
Nunca vivió ahí, pero siempre quiso hacerlo. No pudo cumplir con su sueño, por lo que intento mantener vivo su deseo, a base de pasearme, una vez al año, por esas callejuelas laberínticas y tranquilas que tanto enamoraban a mi mamá. Las calles huelen a tila en verano; en invierno, se puede oler alguna chimenea que aun funciona en alguna de las casitas “obreras” (no sabría decirte que diferencia una casa “obrera” de una no “obrera” pero así las llamaba mi mamá, y prácticamente todo el mundo) de un barrio que una vez fue popular y que ahora es de los más exclusivos de la ciudad. Antes de volver a casa, me senté a tomar un café en un bar que hace esquina. Solía ir con ella a ese bar, sentarnos en la terraza a leer. A veces nos llevábamos cada uno un libro, a veces ella leía en voz alta las noticias más importantes del periódico. Recuerdo el olor del papel y la tinta casi fresca, como si tuviese uno ahora mismo en mis manos. Y el sonido de las páginas grandes al pasarlas…Hoy, sin embargo, me senté simplemente a saborear un café con leche, a respirar el aire fresco y a despedir, hasta el próximo año, la memoria de Alicia.
Eso es todo lo que te quería contar en esta carta: compartir contigo un momento de gran significado para mí. Me hace bien saber que me leerás; creo que me hace sentir acompañado en estos días en los que el recuerdo de mi mamá vuelve a la superficie de la piel como una herida fresca. Espero saber pronto de ti, de tus próximas vacaciones, y que me cuentes cómo te fue en el examen de ingreso a la universidad. Creo que para cuando me escribas ya habrás recibido los resultados.
Te dejo un abrazo fuerte, mi queridísimo amigo, y me despido hasta la próxima.
Luis.
Propuesta de texto para el taller de Escritura Creativa de Fuentetaja. Ejercicio: historia contada por un ciego. 19 de diciembre de 2020.