en un café

Tengo que dejar de engañarme diciéndome a mí misma que está todo bien. No está nada bien. Me siento triste, rozando el desconsuelo. Se me acelera el corazón de sólo pensarlo tangencialmente. Ya por eso valió la pena. Pero me entran unas ganas desesperadas de gritar bien fuerte, de hacerme daño la garganta de tanto aullar. Algo sí tengo claro: el hecho de que no me arrepienta no quita que duela, y mucho. ¡Ay, y la decepción! Me tengo que hacer carne de la decepción. No puedo esquivarla, por más que quiera. Porque me va a ayudar a dejarlo ir, creo. O, mejor dicho, espero. Dejarlo ir. Que se vaya de mi piel; que sus ojos se vayan haciendo borrosos y su lengua se desvanezca en mi boca; que su voz se haga sorda en mis oídos y su sonrisa forme parte de un recuerdo dulce que una vez soñé, y que fui olvidando para seguir funcionando en la realidad.*

Mi bar preferido. Cada mañana antes de abrir mi tienda, desayuno en ese bar que hace esquina, que huele a pan casero tostado y café recién molido, en la mesa que queda al costado izquierdo de la entrada, donde el sol da de lleno y nadie quiere sentarse porque siempre hace mucho calor. Ahí es donde me gusta. En la esquina del sol. Juan y Elisa, los dueños de mi bar mañanero, siempre me reciben con una sonrisa en la cara y una taza de café bien negro. A las nueve de la mañana. 

Esa mañana de enero hacía mucho frío. Bajé de casa con los ojos pegados, un promedio de cinco capas de abrigo y un resfriado que no quería abandonarme. Casi había logrado acompasar los estornudos con mi andar. Con esa energía invernal, crucé el portal del bar esquinero. Juan fue el primero en verme, y no pudo contener la risa: claramente estaba hecha un cuadro.

—Pero ¿qué te ha pasado? —me dijo Juan—. Pareces una refugiada de guerra. 

—¿Tan mal me veo? —respondí, intentando hacerme la desentendida cuándo, claramente, sabía de lo que me hablaba.

—Fatal.

—¡Juan! —dijo Elisa—. No seas tan cruel. Se quedó mirándome por unos segundos eternos, y esbozando una sonrisa tierna me dijo lentamente —¿piensas ir a tu tienda vestida de esa forma?

No pude no reír. Era verdad, estaba hecha un carnaval, con capas de formas y colores que no casaban felizmente entre sí. La enfermedad me había nublado el buen gusto y, francamente, poco me había importado mi aspecto al salir. Pero Elisa le había dado en el clavo: no podía atender mi tienda de ropa de moda vestida como semejante cachivache. 

Decidí entonces apurar el café negro y subir nuevamente a casa, para reorganizar el no-estilo de moda que llevaba puesto esa mañana. Al cabo de media hora, volví a bajar, aún vistiendo muchas capas, pero mejor combinadas. Al verme, Juan y Elisa me aplaudieron, a lo cual respondí con una profunda y sentida reverencia…y un mojado estornudo. 

El bar entero, lleno de caras dormidas y muchas conocidas, rio sentidamente antes el pequeño espectáculo barrial. Aunque una risa llamó especialmente mi atención: estaba sentada en la esquina izquierda de la barra, con café en mano y sonrisa amplia y honesta, de publicidad de pasta dentífrica.

Me acerqué instintivamente a la barra.  Tenía que hablar con el dueño de esa sonrisa.

—No te conozco —le dije—. ¿Cómo te llamas?

La sonrisa me miró con unos ojos negros profundos, sorprendidos y juguetones. No se esperaba mi atrevimiento, y menos que lo interpelase de esa manera. 

—Nicolás —me respondió—. ¿Y tú…?

—Silvia —le dije, y volví a hacer una pequeña reverencia. 

No sé que le había puesto Juan al café esa mañana, o si era culpa de la pastilla para combatir el resfrío que me había tomado antes de volver a bajar, pero estaba pletórica y un tanto atrevida.

—¿Qué te trae por este bar? —lo interpelé, y enseguida sentí la necesidad de explicarme—: Pregunto porque es la primera mañana que te veo, y vengo a desayunar todas las mañanas al bar de Juan y Elisa, desde hace, más o menos, dos años. Y es raro ver clientes nuevos por la mañana. 

Mentía: claro que entraban clientes nuevos, pasajeros, transeúntes necesitados de una taza caliente de café y un croissant mantecoso. Pero quería saber quién era ese hombre tan guapo que había iluminado la barra de mi bar esa mañana fría y resfriada. 

—Soy nuevo en el barrio, sí. Me acabo de mudar aquí cerca, y está mañana decidí comenzar a explorar los cafés de la zona…empezando por este —dijo. 

—Pues no tienes más que explorar —respondí, quizás muy rápido—. El bar de Juan y Elisa es el mejor.

Rio. Y yo casi me derrito cuan iceberg afectado por el cambio climático. No podía creer lo que estaba viendo, y sintiendo. Era como si un ejercito de hormigas estuviese marchando por mi bajo vientre. Me subieron los colores, y tuve que sacarme una de las capas de ropa que llevaba puesta. Tenía que seguir hablando con Nicolás. Le pedí otro café a Juan, y haciéndome la desentendida, me senté junto a él en la barra, decida a saber más de este angelote moreno que el cielo me había regalado por portarme tan bien. –Reyes Magos —pensé—. Y yo que me quejaba que no recibía regalos…

Nicolás y yo hablamos por un buen rato. A eso de las once tuve que marcharme a abrir la tienda, y él también tenía cosas que hacer. Me contó que era arquitecto. Que tenía su estudio en casa y que le iba bastante bien. Se había mudado a un piso propio que había reformado —un privilegiado —comenté con total sinceridad, y se veía muy contento. Era nacido y criado en Madrid, aunque había estudiado en Londres su maestría. No sé si se me notó mucho lo embobada que estaba cuando hablaba, pero poco me interesó. No podía creer la suerte que había tenido esa mañana. Por mi parte, le conté mi pequeña historia personal: gallega de La Coruña, diseñadora de moda, viajante y dueña de una tienda en donde vendía mi propia ropa y la de colegas. Me iba bien, mi ropa tenía cada vez más aceptación y ya me estaban proponiendo venderla en otras tiendas. Eso me estresaba un poco, porque suponía ampliar el negocio de una manera que me daba vértigo, pero era el paso natural. Hablamos de esas cosas: de trabajo, de profesión, del barrio…esa mañana me fui del bar sin saber si Nicolás era padre de familia, si estaba casado, en pareja o si era soltero. La realidad es que esa era la información que más me interesaba conseguir, pero ni el paracetamol me dio el suficiente descaro para hacerle una pregunta de esas que, por más que se disfracen de otra cosa, se ven a la legua que van dirigidas a averiguar el estado civil de una persona.

No me pude concentrar en todo el día. Por suerte, Ana, mi empleada, me conoce como la palma de su mano, se dio cuenta que tenía la cabeza en otra galaxia, y se ocupó ese día de las clientas. Yo me dediqué a dibujar figurines para la temporada de verano, puesto que la lejanía de mi cabeza es directamente proporcional a mi inspiración: mientras más lejos vuelan mis pensamientos, más me inspiro a la hora de diseñar. 

Al día siguiente me levanté demasiado temprano, y con mariposas en el estómago, como una adolescente. Me sentía mejor; la nube de mocos que me dificultaba la respiración se había disipado bastante y, por lo pronto, podía respirar por la nariz sin hacer ruidos de locomotora a leña. Me puse un vestido largo, de color mantequilla y con flores pequeñas bordadas de color dorado y verde claro. Lo había comprado en un viaje a Perú, y lo usaba cuando quería sentirme particularmente guapa. Me quedaba pintado; resaltaba mis ojos celestes –herencia de mi abuela paterna, una inmigrante irlandesa que se enamoró a partes iguales de Galicia y de mi abuelo— y mi larga melena cobriza. Si no fuera porque tenía un profundo acento coruñés del cual estaba muy orgullosa, podría haber pasado por una vecina de Limerick, la cuna de Deirdre, mi abuela. Deirdre…me resulta irónicamente gracioso pensar en ella mientras hago este ejercicio de exorcismo emocional. 

Su nombre denota un amor trágico, un triángulo amoroso, una pena inmensa que termina en muerte.

Si alguien me hubiese dicho de antemano que terminaría liándome con un tío emparejado me hubiese partido de risa en su cara. Hasta que hoy, semanas después de no volver a hablar con Nicolás, creo que ya no hay nada que no estaría dispuesta a hacer con tal de recibir una palabra de sus manos. No voy a morir de amor, pero aseguro a quien me lea que, si el corazón se puede partir de pena, el mío está hecho pedacitos.

Esa mañana del día siguiente bajé flotando al bar de Juan y Elisa con mi espléndido vestido y encontré, en la misma esquina de la barra del día anterior a Nicolás, tomando un café con churros. Mi sonrisa le iluminó la cara, lo sé. Se puso de pie para saludarme, y me dio dos besos que me dejaron sentir brevemente su olor, como si de pertenecer a esa piel se tratase, en ese momento y los que pudiesen seguir. 

—Estás guapísima —me dijo sin pensar y noté como se le habían escapado las palabras sin quererlo. 

—Gracias —dije, y me puse de color granate.

Tras una pausa incómoda pero muy tierna, me senté junto a él, a tomar mi café negro que ya Juan estaba trayendo con una gran sonrisa dibujada en la cara.

Y así pasó mi segunda mañana con Nicolás, un hombre que, a cada suspiro, me gustaba más. Sé que sueno a cliché, a historia de amor de culebrón turco, pero no tengo más remedio que contar, con pelos y uñas, cómo me siento hoy, después de haber tocado el cielo con las manos, y de haberme estrellado en el suelo, cuando la Providencia decidió que a mí me tocaba morder el polvo.

Al despedirnos intercambiamos teléfonos. Llegué flotando a mi tienda, y Ana me mandó directamente a mi escritorio, a que siguiera utilizando toda esa energía para crear lo que mis clientas usarían la temporada siguiente. A la hora de la comida recibí un mensaje de él. Me decía que se había quedado pensando en mí, y que si quería quedar a cenar esa noche. 

Respondí que sí, claro.

Y me vestí para que Nicolás no pudiera sacarme los ojos de encima.

Y así fue: desde que atravesé el umbral del restaurante italiano al que fuimos, no pudo dejar de admirarme. Ni yo tampoco a él. Había algo instintivo en nuestras miradas. No sentí que estuviésemos objetivándonos, aunque en algún nivel seguro que lo hicimos, porque no podíamos dejar de mirarnos con deseo material.

Hablamos mucho, bebimos más.

Una botella de Mencía. Otra. 

Al salir del restaurante, me plantó un beso inesperado en la boca. Lo invité a casa. Esa noche, después de hacer el amor con Nicolás, tendría que haber muerto de un ataque cardíaco.

Pero no sucedió. Nos levantamos. Fuimos a desayunar juntos al bar de Juan y Elisa. Noté que mantenía una distancia prudencial conmigo cuando estábamos en público, y lo achaqué a la rareza que sigue a la mañana siguiente de un polvo al mejor estilo película de Hollywood. En mi cabeza le encontré un sentido, y me sentía tan contenta que me daba todo honestamente igual.

Nos sentamos en la barra. Nos pedimos sendos cafés –el mío negro, el de Nicolás, con leche— tostadas con tomate y aceite y un zumo de naranja que compartimos. Lo noté melancólico. No me quitaba los ojos de mis ojos. Casi ni hablamos: estábamos exhaustos de la larga noche que habíamos pasado, y no había mucho más que decir. Nuestros cuerpos se habían contado todo lo que faltaba expresar, y en esa mañana nublada de fin de enero, no hacia falta nada más.

O al menos eso imaginé hasta que, un par de horas después de despedirnos para ir a trabajar, recibí este mensaje de WhatsApp de Nicolás:

Silvia. Siento como si te conociera de toda la vida; como si fueses ese eslabón que creí perdido en mi transcurrir y que, sin embargo, se cruzó conmigo una mañana inesperada, cuando en lo último que pensaba era en encontrar en un café de barrio a un hada como tú. 

Nunca nadie me ha hecho sentir como me he sentido estos días al estar cerca de ti. Me he sentido como un…adolescente. Sé que suena muy a crisis de mediana edad, pero es la verdad. Has venido a mi vida para ponerla patas arriba. 

Pero no he sido completamente sincero contigo.

No voy solo por la vida.

Hace dos años está Marta, mi pareja, con quien convivo desde que me mudé al barrio. Ahora está de viaje por curro; por eso me ha sido fácil hacer como si no existiera. Pero existe, y la quiero. Ambos venimos de relaciones excitantes/tormentosas, y hemos encontrado en la compañía mutua un oasis de amor pacífico. Sé que te sonará al anti-romance, puesto que estás hecha de madera de rápida combustión (y lo digo como un cumplido, porque es de las cosas que me han flipado de ti) pero me hace muy bien compartir esa calma con ella. 

No me siento preparado, ahora, para replantearme qué hacer con mi vida sentimental. Ahora mismo me siento perdido, me has hecho ver la luz al final del túnel, pero no sé si puedo caminar hacia allí. Sinceramente no lo sé…

Perdona. Por crear expectativas; por hacerte sentir cosas que no puedo corresponder ahora.

Me ha hecho feliz conocerte. Siento que no volveré a ser la misma persona.

Gracias. Y perdona.

No volví a encontrarme con él. Y caí en la cuenta de que no sabía dónde vivía exactamente: la ignorancia me salvó de caer en el impulso de esconderme detrás de un coche, frente a su portal, para intentar verlo. 

No le respondí al mensaje. ¿Qué podía decirle? 

Gracias por ser sincero conmigo, por haberme hecho sentir cosas que nunca pensé que sentiría por alguien y, acto seguido, desaparecer. Cuídate.

Antes me cortaba los dedos. Odio la mediocridad, y una respuesta tibia, pacificadora y superadora hubiese sido eso, un acto mediocre. 

Me lancé a escribir. Nunca lo había hecho antes, pero algo dentro mío necesitaba convertir en palabras la catarata de emociones en la que me estaba ahogando rápidamente. Fui a un bar desconocido, con unos cuantos folios en la mano y un boli, y esto es lo que salió. No es escritura de calidad, y no me interesa que lo sea; no se trata de un cuento bonito que una escritora aficionada quiere compartir con quien esté dispuesto a leerlo, sino mi pequeña historia de amor, real y accidentada; de Silvia Pérez, diseñadora, vecina del barrio de La Latina y enamorada de un tal Nicolás, de quien solo conozco su nombre, sus besos y su manera de hacer el amor.

*Propuesta de texto para el taller de Escritura Creativa de Fuentetaja. Ejercicio: cambios de estilo. 4 de enero de 2020.

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