El día en el que Anita salió con Pedro, se puso su mejor vestido. Se lo había regalado su madre hacía un año, solo lo usaba para ocasiones muy especiales, y la cita con Pedro de aquel 22 de febrero de 1955 era una de esas ocasiones.*
El vestido era de color rojo intenso y bien ceñido a la cintura. Tenía un escote tipo “bote” que dejaba al descubierto los hombros, y unas mangas cortas que cubrían parte del antebrazo de manera elegante y juvenil. El escote bajaba de forma más pronunciada por la espalda en forma de “V” y tenía un pequeño lazo en el punto de intersección que caía sobre la falda, de forma descuidadamente calculada. La falda llegaba hasta las rodillas y era muy amplia, acentuada por la enagua que llevaba debajo, que le daba volumen y forma acampanada. Anita había combinado el vestido con unas sandalias de tacón negras de piel, sencillas en diseño y muy elegantes, y un bolso haciendo juego, también de piel negra, pero con una hebilla dorada en forma de corazón que le daba al conjunto un aire juguetón. La piel porcelana de Anita contrastaba con el color rojo granate de sus labios, y su cabello negro azabache, a medio recoger en un moño bajo, terminaban de enmarcar el intento más que reflexionado de aquella joven santafesina para que, esa noche de Carnaval, Pedro se enamorase perdidamente de ella.
Anita y Pedro se habían conocido brevemente hacía muchos años, cuando Anita había viajado a Buenos Aires para visitar a su tía Esther, la hermana de su mamá que vivía en el barrio de Villa Devoto. Era verano, y Anita guardaba recuerdos felices y hasta excitantes de su visita a la “gran ciudad”. Y recordaba a Pedro: ese chico moreno, alto y flaco, de ojos profundos y sonrisa tímida, hijo del “gallego”, el almacenero de la esquina de la casa de su tía, que una noche de Carnaval, detrás de un colorido disfraz de Rey Momo, le había dedicado una sonrisa franca y tímida.
Los años pasaron, y Anita no volvió a Buenos Aires. El colegio, y los veranos en Chañar Ladeado la alejaron del bullicio de la ciudad porteña que tanto añoraba, secretamente, y a la que sabía que volvería algún día para hacerla su hogar.
Y así sucedió que, al terminar la secundaria, Anita decidió irse a vivir a Buenos Aires. Como era soltera y muy joven, sus padres accedieron a su partida bajo la condición de que viviese con Esther y le ayudase en el restaurante que su tía tenía frente a la Plaza Arenales, en la zona más exclusiva del barrio de Devoto. El negocio iba muy bien, y una mano extra era siempre bienvenida; además, su tía le tenía un especial cariño a Anita, porque no podía evitar verse reflejada en esa niña aventurera de ojos achinados e inquisidores.
El viaje de Anita desde su pueblo santafesino a Buenos Aires fue agotador, y no de lo más glamoroso que se pueda contar, pero la joven aventurera no refunfuñó ni se quejó durante toda la travesía: la felicidad de empezar su vida porteña era mucho más potente que cualquier tránsito penoso por las carreteras anegadas de aquel verano lluvioso.
Los primeros días en el restaurante también fueron duros: acostumbrada a las buenas costumbres pueblerinas, los porteños eran toscos y poco educados, siempre iban con prisas y no tenían mucha paciencia. Pero Anita no se dejaba amedrentar, gracias a los consejos de su tía y de Doña Alicia, la cocinera del Sorrento, nombre que daba vida al universo culinario que Esther había creado en la calle Asunción, hacía ya más de diez años, después de la muerte prematura de Roberto, su esposo.
Anita no había vuelto a ver a Pedro desde su llegada. Era de las primeras cosas que le había preguntado a su tía al atravesar el portal de su casa en la calle Asunción, y Esther, con sonrisa en boca y ojos picarones, le había comentado que Pedro trabajaba de periodista para un importante periódico de Buenos Aires, y le tocaba viajar bastante para cubrir las noticias de la gran provincia bonaerense. Había pasado un mes exacto de su llegada, Anita ya se había acostumbrado a la rutina de su trabajo en el restaurante cuando, una mañana calurosa y húmeda del 21 de febrero de 1955, un grupo de jóvenes atravesó la puerta del Sorrento, fumando y hablando en voz alta, vestidos de trajes a la moda, con pasos decididos y sonrisas de autosuficiencia. Eran seis y, entre ellos, Anita pudo ver a Pedro. Estaba igual, pero mucho más guapo, y hecho un hombre. Debe tener 22 años –pensó, y sintió cómo le temblaban las piernas. Al ver al grupo de “los muchachos literatos del barrio” –así llamaba Doña Alicia a Pedro y a sus amigos— Esther soltó una franca carcajada y empujó a su sobrina para que fuese a tomar la comanda de la mesa en donde el grupo se estaba ubicando. Anita podía sentir el sudor en su frente. Le pidió a su tía que le diese un momento para ir al baño y, con bolso en mano, se ubicó frente al espejo del aseo de mujeres, sacó un bolsito con su maquillaje y se retocó. Habría jurado que hasta las manos le temblaban. ¿Cómo podía ser que el recuerdo de un niño y la visión pasajera de ese niño hecho adulto le alterara tanto los sentidos? Cuando Anita salió del baño dispuesta a dirigirse a la mesa, su tía ya estaba tomando nota del pedido de los “muchachos”, hablando con ellos en voz alta, y claramente entretenida. Anita bajó la cabeza y se dirigió a la barra del restaurante para esconder su derrota, cuando escuchó la voz de Esther que la llamaba. Sorprendida, se dio la media vuelta y, ante la insistencia de su tía, se acercó a la mesa, poniendo toda su conciencia en cada paso, para no tropezarse con sus propios nervios.
—Les presento a mi sobrina Anita —dijo Esther—. Llegó hace un mes de Santa Fe y está trabajando acá conmigo temporariamente, para ganar dinero y pagarse sus estudios.
—¿Y qué quiere estudiar la señorita? –preguntó Nicola, un chico con ojos del color del mar y fuerte acento italiano, acompañado de una voz grave y la sonrisa más bonita que Anita jamás había visto.
—¿Anita? –instó Esther.
Tras unos segundos de duda en los que sintió la sequedad en la garganta y las palpitaciones en su pecho, Anita respondió: —Quiero ser mecanógrafa. Me gustaría trabajar para una gran empresa, como secretaria ejecutiva de un gran empresario. Se sintió satisfecha con su respuesta, mientras soñaba con su escritorio ordenado, lleno de papeles importantes y urgentes que debían ser transcritos y enviados a personas también importantes que contaban con su prontitud y profesionalidad.
—¿Y nunca pensaste en trabajar para un periódico? —Escuchó Anita a Pedro, y las rodillas empezaron nuevamente a temblarle—. El trabajo es mucho más gratificante, y hay mucha demanda de jóvenes trabajadoras, ambiciosas, inteligentes e idealistas. Y algo me dice que vos entrás en esa categoría.
Anita se puso del color granate de sus labios. Sintió el fuego en sus mejillas, el sudor que empezaba a mojar nuevamente sus sienes, y las rodillas que en cualquier momento cederían ante esa voz que la movilizaba.
Esther salió al rescate: con una sonrisa entre dientes confirmó que su sobrina era todas esas cosas, pero que también era muy joven y un tanto tímida, y que un grupo tan grande de muchachos guapos e inteligentes era, incluso para ella, intimidante. Todos rieron, y Anita notó que también ella reía, y sentía cómo el fuego de sus mejillas bajaba lentamente.
—Nunca había pensado en trabajar en un periódico, —se oyó decir—. Pero no lo descarto. Igual necesitaría tener más información sobre el tipo de trabajo que se requiere, para ver si realmente es de mi interés. Al finalizar la frase, que le había salido de un lugar aún desconocido para ella, notó como el grupo de “muchachos literatos” se quedaba maravillado ante su presencia; incluso Esther, que había temido por la integridad emocional de su sobrina hacía un minuto, abría los ojos en forma de platos playos ante tal respuesta.
Con una sonrisa suave y algo pícara, Anita clavó su mirada en Pedro, quien le respondió de forma rápida y a la altura de las circunstancias:
—Eso es fácil de resolver. Trabajo en un periódico bastante importante y, con el permiso de Esther, podría contarte un poco sobre el trabajo que realizamos…de hecho, me toca cubrir el corso de Villa Devoto, para las noticias sociales de la sección barrial del periódico. Es un trabajo de poca monta, pero entretenido. Si querés, podés venir conmigo a cubrir la nota, y de paso disfrutamos de la primera noche de Carnaval —dijo de forma ceremoniosa, sonriendo de vez en cuando a Esther y mirando fijamente a Anita—. Y agregó en tono picarón, —Esta vez no iré disfrazado de Rey Momo.
—Se acordaba —pensó Anita.
Esther estuvo de acuerdo que el “trabajo de campo”, como bautizó Pedro a la cita, le vendría bien a su sobrina, no solo en lo estrictamente laboral sino también para que empezase a tener un poco de vida social con gente de su edad, y Anita se pintó una sonrisa de oreja a oreja que trajo arrugas de alegría a las comisuras de sus ojos.
Quedaron en ir juntos a la apertura del corso de Villa Devoto, la tarde siguiente.
Anita no pegó un ojo esa noche. No era la primera vez que tenía una cita con un chico, pero nunca nadie la había movilizado tanto. No podía dejar de sentir las mariposas en el estómago, y los ojos se negaron a cerrarse durante toda la noche. A la mañana, Esther decidió que su sobrina no estaba en estado como para ir a trabajar, y le dio el día libre. Anita finalmente cayó en un sueño profundo cuando el sol estaba en la cima de su recorrido, y despertó cinco horas más tarde, lista para adentrarse en la magia del Carnaval porteño. Pedro pasó a buscarla por su casa a las siete de la tarde. Tenían que ir temprano porque debía cubrir el evento desde el comienzo, por lo que les esperaba una noche larga. Enfundada en su vestido rojo y en sus ganas de pasar una cita inolvidable, Anita recibió a Pedro en el portal, quien también vestía de forma elegante, y traía en sus ojos la promesa de un “trabajo de campo” que prometía superar las expectativas de la joven santafesina.
Llegaron al cruce de la calle Nueva York y la avenida Chivilcoy, donde se encontraba el palco oficial del corso y la Junta barrial se disponía a dar el discurso de apertura oficial del Carnaval de Villa Devoto. Se había quedado una tarde sin nubes, aunque afortunadamente el calor del día anterior había amainado un poco, por lo que corría una suave brisa que acariciaba las flores que decoraban las farolas. Las mujeres de la Junta barrial habían decidido por unanimidad decorar las calles principales del corso con flores coloridas, frescas: ese año se había recaudado fondos suficientes para tal despilfarro, y las devotenses, queriendo confirmar ante los ojos de la prensa provincial –
representada por Pedro esa misma tarde— que su barrio se merecía ser considerado entre los más coquetos de Buenos Aires, habían resuelto llenar de flores recién cortadas el recorrido por el que desfilarían diversas comparsas y murgas. Lola, la esposa del presidente de la Junta, recibió a Pedro y Anita en el palco oficial, y los sentó en una ubicación propia de mandatarios en visita oficial, versión local.
–A los periodistas siempre nos tratan bien porque quieren que escribamos cosas buenas –leyendo los pensamientos de Anita, Pedro respondió con una sonrisa burlona a la mirada de interrogación que la joven tenía ante tanta deferencia. –De las cosas buenas del oficio, —agregó—, aunque a veces te ponen en aprietos, porque por más amables que sean, la verdad está ante todas las cosas, y muchas veces esa verdad choca con lo que quieren que reportes.
Las palabras de Pedro quedaron resonando en los pensamientos de Anita mientras Joaquín, el presidente de la Junta, daba el discurso de inicio del Carnaval, ante las miradas atentas de todos los miembros de la Junta, y los primeros vecinos que se asomaban a las calles, algunos disfrazados, otros simplemente luciendo sus mejores trajes y vestidos. Al cabo de una hora, se dio por finalizada la ceremonia de apertura y la primera comparsa empezó a llenar de música y baile la calle Nueva York. El palco se ubicaba en el costado derecho de la calle, frente al hospital Zubizarreta, mientras que del otro lado la plaza Arenales servía de marco perfecto para atraer y dar libertad de movimiento a los vecinos del barrio que preferían participar del carnaval local de forma más informal, escuchando la música al mismo tiempo que organizaban picnics improvisados bajo las grandes arboledas de la famosa plaza del barrio. Anita y Pedro decidieron abandonar el palco para “sentir el palpitar del pueblo” –así había bautizado Pedro a la decisión de mezclarse entre las gentes que bailaban y se divertían de forma desordenada a los costados del corso, en la plaza y las calles contiguas.
Anita se sentía feliz. Desde que había llegado a Buenos Aires –se daba cuenta— no había salido a divertirse, y le hacía falta. Y Pedro era muy entretenido, un chico culto y con buen sentido del humor. Hablaba con total naturalidad con extraños, quienes le respondían con genuino interés e incluso con muestras de agradecimiento, ante tales atenciones. Anita observaba con cierta fascinación y, de vez en cuando, llevaba la mirada a la comparsa de turno, que entre saltos y bailes animaban las calles con su música alegre. Vio que Nicola, el amigo de Pedro del grupo de “literatos” de la mañana anterior estaba de pie observando fijamente la comparsa, y decidió acercarse a saludarlo. No lo pensó, simplemente sintió ganas de hacerlo. Le hizo señas a Pedro para avisarle lo que estaba a punto de hacer, y él le respondió afirmando con la cabeza, aunque Anita no estaba segura si había entendido el mensaje, puesto que estaba muy entretenido hablando con un grupo de chicos y chicas jóvenes, y no parecía interesarle nada más. Un poco defraudada por el interés decreciente de Pedro hacia ella, se dio media vuelta y, sin mirar atrás, se dirigió hacia donde estaba Nicola, que seguía religiosamente con su mirada a los músicos de la murga del barrio que se disponían a empezar su pase ante el público atento del palco, que saludaba desde lo alto a todo aquel que se dignase a mirar hacia arriba, hacia la zona reservada para la gente pudiente que no quería entremezclarse “con las clases populares”, así sentenció Nicola al ver llegar a Anita.
—Dio, quanta bellezza vedono i miei occhi! Anita, está bellísima —cantó Nicola en un español con tintes italianos, después de teorizar brevemente sobre cómo la lucha de clases se expresaba en todo lo que les rodeaba, incluso en una celebración en principio tan igualitaria como era el Carnaval.
Anita sonrió ante el piropo. Y se dio cuenta que era la primera persona en decirle algo bonito esa noche. Pedro se había limitado a referenciarla de forma indirecta, cuando había hablado con Lola, la esposa del presidente de la Junta, diciendo que “estaba contento con la compañía” ante lo cual Anita había concluido que esa “compañía” debía ser ella misma. Pero en ningún momento de la noche Pedro había comentado sobre lo linda que estaba. Ella era una joven un tanto anormal en lo que se refería al aspecto –le gustaba arreglarse y estar guapa, pero no se le iba la vida en ser percibida como una belleza— pero en ese momento llegó a la conclusión que su leve vanidad necesitaba ser un poco mimada, y que el comentario de Nicola llegaba justo a tiempo, para animarla a sonreír entre dientes y con los ojos, de forma coqueta y algo seductora.
Anita saludó con un beso en la mejilla a Nicola y le preguntó si había venido solo. Él le confirmó que sí, y Anita agregó que, si no le importaba, se quedaría un rato haciéndole compañía. Pedro estaba muy ocupado con su trabajo y no quería molestarlo. —Típico Pedro —afirmó Nicola con una carcajada—. Tiene a una diosa a su costado y prefiere dedicarse a preguntar tonterías para rellenar de basurilla de color su columna social, en vez de hablar de cosas que importan —agregó—. Perdona, que me he pasado un poco. Tengo una discusión sociológica en curso con Pedro, y estamos en pleno escollo, por lo que soy susceptible a todo aquello que confirma mi teoría sobre sus elecciones vitales.
Anita lo escuchaba, atenta. En ningún momento sintió que el comentario de Nicola fuera desubicado. De hecho, ella había sentido algo similar, aunque no lo había podido articular de la manera en la que acaba de hacerlo su nuevo compañero. Mientras la noche transcurría, Anita sentía que Pedro estaba, ante todo, interesado en ser el centro de atención de las personas del barrio que querían ser “citados” por el “famoso periodista” para salir en el “importante diario nacional”. Anita no creía que estaba mal tener cierto orgullo por el lugar que seguramente se había ganado a fuerza de trabajo e inteligencia, pero había notado en Pedro un dejo de superioridad propia del palco de los pudientes que la había desencantado un poco.
Nicola y Anita se dispusieron a escuchar a la murga del barrio “Los bichos devotenses” que ya habían dado los primeros compases; Anita buscó con la mirada a Pedro pero no lo volvió a ver, por lo que se centró en Nicola, y en la conversación que le proponía. Hablaron de su infancia, de la vida agreste de Anita en comparación con la vida urbanita de Nicola, primero en Roma y luego en Buenos Aires; hablaron del exilio de él ante la llegada de Mussolini al poder y de la travesía de los padres de Anita, que habían escapado del hambre que arrasó el pueblo siciliano de su familia al terminar la Primera Guerra Mundial. Nicola le habló de su vocación –sociólogo de estudio, filósofo de vida y reformador de la realidad como deseo vital, aunque en la práctica era encargado de una librería bastante importante del barrio céntrico de Balvanera— y Anita le contó sobre su afición a la lectura de novelas góticas –siendo Cumbres Borrascosas su libro favorito— y las ganas de convertirse en una mujer moderna, trabajadora y culta.
Y las horas pasaron. Entre murgas y comparsas. A eso de las once Anita tenía hambre, y ante la ausencia de Pedro, que ya no estaba siquiera al alcance de la vista, Nicola propuso ir al Círculo Devoto, uno de los clubs sociales más conocidos del barrio, en donde esa noche servían un “puchero popular” a precio muy accesible. En el club Nicola se encontró con el resto de los literatos, quienes recibieron a la pareja improvisada con una gran sonrisa, aunque con poca sorpresa. Ante la explicación de la desaparición de Pedro, el grupo se sentó en una mesa a comer el “puchero popular” y beber vino tinto de damajuana, en compañía de un trío de músicos que animaban la velada con unos valsecitos tangueros.
—¿Bailás? —preguntó Nicola a Anita al finalizar la cena—. No soy el mejor bailarín de tango, pero algo he aprendido.
—Yo tampoco soy gran bailarina, así que creo que haremos un buen dúo, —dijo Anita entre risas, y salieron a la pista de baile.
Se divirtieron. Claramente no eran los mejores bailarines, pero estaban muy a gusto, y bailaron un tema tras otro. En las pausas entre bloques de baile, se quedaban de pie en la pista, hablando, hasta que comenzaba el próximo bloque, y seguían bailando. A los valsecitos le siguió la milonga, y después un set de rock. Al cabo de un buen rato de baile, Nicola y Anita volvieron a la mesa, que ya estaba muy animada entre risas y voces altas, de los literatos y otras jóvenes que claramente se conocían y mantenían un ritmo de conversación intenso y comprometido, con algunas ligerezas pero siempre hablando de cosas importantes, incluso entre carcajadas y bromas cruzadas.
Anita se sintió como en casa. Desde que había llegado a Buenos Aires, era la primera vez que veía con claridad su vida en la gran ciudad, el tipo de vida que ella quería vivir. Sonrió. En sus fantasías, esa vida había estado acompañada por la versión imaginada que se había hecho de aquel niño Pedro ya adulto. Ahora, en la realidad, no lo veía tan claro. No importaba. Las fantasías podían esperar. O cambiar. O no existir. Lo que importaba era el ahora, y su ahora, francamente, estaba siendo muy entretenido.
—Anita, —sacó Nicola a la joven de su reflexión interna—. Quiero presentarte a Elena, escritora fantástica…se van a entender muy bien, ¡ya verás!
Anita le regaló una sonrisa franca y saludó con un beso a Elena, quien la recibió con ojos alegres e inquisidores.
—Anita, ¿así que venís de Santa Fe? –dijo Elena—. Mi próxima novela transcurre en un pueblito de tu provincia, ¿conocés Chañar Ladeado?
Anita sonrió.
*Propuesta de texto para el taller de Escritura Creativa de Fuentetaja. Ejercicio: trabajo de escenas. 14 de febrero de 2020.