Marta había recorrido mucho camino para llegar donde estaba ahora. No era una persona particularmente brillante, pero sí voluntariosa. Cada día se despertaba a las siete –daba lo mismo si se dormía a las doce o a las cuatro de la mañana— se preparaba un buen desayuno, organizaba su agenda, se duchaba y se sentaba a escribir. De nueve a doce escribía en su ordenador. Solo se detenía para ir al baño o prepararse otro café. De doce a dos respondía emails, hacía llamados, y recados. Comía entorno a las dos y media. A las cuatro volvía a la escritura, pero esta vez a mano, con papel y bolígrafo, hasta las seis. Luego se arreglaba para salir y se reunía con colegas, amigos, iba al lanzamiento de algún libro nuevo, a ver una obra de teatro, al cine…*
Su mundo estaba organizado hasta el mínimo detalle. Vivía sola desde hacía tiempo, de vez en cuando traía algún ligue a casa, pero cada vez con menos frecuencia. Entorpecía su ritmo de trabajo, y había llegado a la conclusión de que ese ritmo era una pieza fundamental en el camino al éxito.
Poetisa. No de las mejores, y ella lo sabía, pero no tenía que ser la mejor para llegar lejos. La constancia, los contactos y la ambición eran sus caballos de batalla, aquello que le permitía estar en las redes sociales, sus versos citados en camisetas y sus palabras reproducidas en imanes que colgaban impúdicamente de neveras ajenas.
Escribía de manera cruda. Sus palabras no traían magia al mundo sino más bien lo devolvían a la realidad. No le interesaba la fantasía ni el amor eterno; tampoco le importaba el cambio climático ni el feminismo. Escribía sin pensar en aquello que estaba de moda. Escribía lo que le salía de las entrañas, sus pensamientos y visiones de lo que ella consideraba un mundo que, lentamente, se pudría.
Podía decirse que su estilo era más bien apocalíptico, un poco punk y desterrado de toda referencia a la belleza entendida por complacencia con los tiempos que corrían.
Hasta que una mañana de septiembre su vida dio un giro de ciento ochenta grados. Mientras trabajaba en sus poesías sentada en su mesa de estudio, decidió abrir la ventana. Hacía calor en su piso y le faltaba el aire. No era amante de la brisa estival, pero tenía que darle una oportunidad ante un espacio que se cargaba rápidamente de un calor agobiante.
Con la ventana abierta, sintió la brisa que entraba tímidamente al salón. Decidió que había sido una buena idea, se volvió a sentar en su mesa de trabajo y reanudó la escritura. Al cabo de un rato, un pájaro entró por la ventana. Era pequeñito, se movía rápido y era muy colorido. Un colibrí, pensó. Entró en Google, puso la palabra “colibrí” en el buscador y confirmó que esa criatura que volaba locamente por su salón se trataba de dicho pájaro. Acto seguido, escribió en el buscador “como sacar un colibrí de casa” y aparecieron las siguientes instrucciones:
Sacar a un colibrí de una casa puede parecer una tarea desalentadora, pero puede hacerse con un poco de sentido común y mucha tela. El mayor peligro para los colibríes cuando vuelan dentro de una casa son las ventanas, ya que por instinto buscan una manera para salir y esto los dirigirá a las ventanas; pero si éstas están cerradas, el pájaro podría chocar con el vidrio y morir por el impacto. La forma más segura para sacarlo de la casa es por la puerta:
- Abre cualquier puerta que lleve al exterior.
- Cubre todas las ventanas con tela para bloquear la luz.
- Apaga todas las luces.
- Vigila hasta que el pájaro vuele hacia la luz y en cuanto se salga y esté seguro afuera, cierra la puerta.
- Quita toda la tela para bloquear la luz.
Marta se quedó pensando un instante. Las instrucciones estaban muy mal redactadas. Pero eso no era lo más apremiante. No podía dejar salir al colibrí por la puerta, porque terminaría en el pasillo de su edificio, y eso solo empeoraría las cosas. Se centró entonces en la ventana por donde había entrado. Cerró la puerta del salón para acotar el espacio del pájaro, apagó las luces y abrió la ventana de par en par. Miró su reloj. Eran casi las once. Si no tardaba mucho en la tarea podría seguir trabajando un rato más. Pero el colibrí no se dio por entendido, y por más que Marta trataba de moverlo en dirección a la ventana, el pájaro no parecía querer salir.
Se hicieron las doce y Marta tenía una serie de emails bastante urgentes que responder. Entonces hizo algo que, fuera de contexto, podría haber parecido raro, pero en ese momento consideró que era lo más sensato. Se sentó en su mesa de estudio, abrió el ordenador y comenzó a responder a los emails. Mientras tanto, el colibrí seguía paseando entretenido por el salón. A Marta le costó concentrarse, pero hizo un esfuerzo y logró cumplir con su objetivo. Cuando se hicieron las dos, Marta cerró el ordenador y reanudó la tarea de expulsar al visitante inesperado de su salón. Todo fue en vano. Por más que intentaba, el colibrí no tenía intenciones de abandonar el salón de Marta. Se hicieron las tres. Y después las cuatro. Marta, exhausta, hambrienta y completamente desalentada, salió del salón cerrando la puerta detrás de ella y se dirigió a su habitación. Decidió que no haría más nada, que seguiría con su día como lo tenía planeado, y que el colibrí, finalmente, encontraría la manera de salir por la ventana que había dejado abierta.
Se vistió elegante, sencilla y monocromática, se maquilló levemente los ojos y se pintó los labios de rojo. Su marca personal. A las cinco y cuarto salió de su piso con un bocadillo en mano, sin volver a entrar al salón. Toda la tarde transcurrió más o menos como lo había anticipado –tenía esa capacidad, tenía ese control sobre su realidad— pero no pudo olvidar al colibrí rebelde, y a cada momento se preguntaba si ese animal ya estaría volando lejos de su salón, metiendo en problemas a otra persona que había tenido, como ella, la mala idea de dejar entrar la brisa estival a su casa.
Regresó tarde. Más tarde de lo planeado. Decidió volver a su casa caminando. Por más que su cabeza le repetía constantemente que todo iba a estar bien, algo en las tripas no se quedaba quieto. Se sentía intranquila, ansiosa, y tenía razones para ello. Cuando finalmente llegó a su casa y abrió la puerta del salón, encontró al colibrí, que seguía volando alegremente. Marta se quedó congelada. No sabía qué hacer. Llamó a Elena, su única amiga no escritora que tenía una veterinaria cerca de su casa. Elena le recomendó dejar la ventana abierta toda la noche. Seguramente el pájaro se cansaría de ese espacio semi-cerrado y se iría. Además, iba a tener que alimentarse en algún momento, y Marta no tenía plantas en su casa. Decidió hacer caso a su amiga, dejó abierta la ventana del salón, cerró la puerta y se fue a dormir.
Esa noche soñó mucho. O, mejor dicho, se acordó mucho de lo que soñó. Soñó con pájaros que la perseguían; soñó que sus amistades tenían cabezas de colibrí, incluso le pareció recordar que, en un momento dado del sueño, la visitaban sus padres, que venían vestidos con sus ropas habituales, pero que tenían aspecto de colibríes humanizados. Finalmente, recordó que ella había sido un pájaro en uno de los sueños, que volaba libremente por una ciudad cerca del mar. Se despertó sintiéndose bien, liviana. No fue directamente al salón: decidió desayunar primero, y se preparó unas tostadas con salmón nórdico y un café bien cargado. Cuando sintió que tenía las fuerzas suficientes para entrar al salón, abrió la puerta del pasillo que dirigía a esa parte del piso. Y ahí estaba el bicho volador, dando vueltas por la sala.
Llamó de nuevo a Elena. Porque ella no sabía que hacer. Su amiga no podía creerlo, a tal punto que Marta se sintió en la necesidad de mandarle un vídeo con el pájaro danzante para que le creyera. Elena dijo que mantuviera la ventana abierta, pero que alimentara al animalito –así lo llamó ella— porque debería estar hambriento. Marta, perpleja, le hizo caso a su amiga. Tenía que preparar una especie de néctar hecho en casa, a base de mucha azúcar y agua. Lo hizo. Una vez enfriado, lo llevó al salón en un recipiente alargado, para que el colibrí pudiese meter su pico sin problemas. El pájaro tardó poco en darse cuenta de qué se trataba, y se abalanzó al alimento. Bebió y bebió. Luego, echó a volar. Por el salón.
Marta se enfureció. Ya eran las diez de la mañana y no había tenido ni un minuto para sentarse a escribir. Fue a la cocina y cogió un plumero con mango largo que usaba para limpiar su creciente colección de porcelanas de Meissen, que ella atesoraba como la vida misma. O, incluso, más. Con plumero en mano, fue persiguiendo al colibrí por la sala. No intentaba golpearlo con violencia –tampoco era una persona muy hábil a nivel motriz— pero estaba decidida a asustarlo para que abandonase su casa. El colibrí no parecía inmutarse. Cuando ella se acercaba, simplemente volaba al otro rincón del salón. Así estuvieron una hora. A las once, bañada de sudor y con un dolor punzante en los hombros, Marta decidió abandonar la labor, se sentó frente a su ordenador y se dispuso a escribir. Estaba enojada y agotada. Empezó a escribir un haiku en defensa del calentamiento global y la industrialización feroz del tercer mundo. Le brotaban las palabras desde los poros, no podía evitar desquitarse con el planeta Tierra por haberle mandado a ese bicho infernal que no dejaba de volar alrededor de su mesa.
La tarde continuó con el colibrí volándole por la cabeza. Marta temía estar perdiendo la cordura. Le volvió a sacar una foto y se la mandó a Elena, para que esta le confirmara que, efectivamente, en la foto aparecía el susodicho pájaro, y que no era una obra de su imaginación. A las seis, y después de haber tenido una jornada laboral muy poco fructífera y un tanto estresante, Marta se preparó para ir a una exhibición de fotografía con Tomás, su amigo periodista; se pintó los labios de rojo y salió por la puerta.
Esa noche Marta se emborrachó. Y se despertó en la cama de Tomás la mañana siguiente, sin entender cómo había acabado ahí. Tomás tampoco se acordaba mucho, pero estaba de buen humor y Marta se sintió extrañamente contenta por la situación. Decidieron salir a desayunar juntos para dar batalla a la resaca que se asomaba por las sienes de ambos. Se quedaron horas en un bar pequeño, comiendo tostadas con tomate y aceite, y bebiendo varias rondas de café negro. Hablaron de fotografía, de política y de literatura. Rieron, bebieron agua, y coquetearon. Cuando se hicieron las cuatro de la tarde, Marta recordó de casualidad que en media hora tenía una reunión con su editora. En otro momento, le hubiera estresado muchísimo el casi haberse olvidado de una reunión tan importante, pero ese día no le importó demasiado. Fue al baño del bar, se arregló un poco el maquillaje, se pintó los labios de rojo y salió. Tomás la acompañó al metro y, para despedirla, le estampó un beso en la boca. En otra situación, Marta se hubiera preocupado por el aspecto de sus labios recién maquillados, pero esta vez no le dio importancia alguna. Se comieron los morros como dos adolescentes, y se rieron como niños cuando vieron el resultado bermellón de ese beso en la cara de ambos. Se despidieron con otro beso, y Marta corrió hacia la boca del metro. Se arregló el maquillaje en el andén y no pudo sacarse la sonrisa de la cara durante todo el viaje.
La reunión con su editora fue muy bien. Marta estaba de un humor exultante, y Dora, la editora, se contagió de esa energía tan positiva que traía su escritora. Hablaron de proyectos futuros, de plazos y de nuevas oportunidades. Cuando Marta salió de la reunión a eso de las siete de la tarde, vio que tenía un par de llamadas perdidas de Tomás y un mensaje de texto. Se sorprendió un poco por tal efusividad, pero se sorprendió aún más cuando leyó el contenido del mensaje. Tomás le preguntaba si no tenía, de casualidad, las llaves de su piso entre sus pertenencias. Marta tardó en entender cómo podría haberse llevado ella las llaves, pero decidió chequear su bolso para asegurarse de que no estuvieran allí. Y chequeó los bolsillos de su abrigo. Al sacar la mano derecha del bolsillo izquierdo de su abrigo de plumas, encontró un manojo de llaves que no le pertenecían. No entendía como habían terminado allí, pero pensó que su dueño estaría bastante desesperado por saber el paradero de las llaves de casa y lo llamó. Tomás la atendió enseguida, y Marta le explicó lo que había encontrado. Quedaron en verse en el portal del piso de Tomás.
Él la esperaba con una sonrisa en la cara, y un gesto de incredulidad. Marta le entregó las llaves sintiendo un poco de vergüenza por toda la situación, y cuando estaba intentando –torpemente— despedirse, Tomás la invitó a subir. Ya se había hecho de noche, y era hora de cenar.
Prepararon una pasta a la boloñesa juntos, tomaron vino tinto y escucharon jazz. Hablaron de todo, rieron y coquetearon descaradamente. Marta estaba pletórica, y Tomás no podía sacarle los ojos de encima. Terminaron en la cama, y esta vez, se despertaron a la mañana siguiente recordando todo lo que había pasado. Como no tenían ninguna obligación ese día, decidieron quedarse en la cama, turnándose las caricias, el sexo y las series de Netflix.
A la mañana siguiente, Marta se despidió cariñosamente de Tomás después del desayuno compartido. Debía pasar por casa, ya que tenía una lectura en la librería de su barrio de su último libro de poemas, y quería prepararse. Le preguntó dubitativa si le interesaba ir a la lectura, y Tomás aceptó sin dudar. Se verían de nuevo esa noche.
Marta no recuerda muy bien el camino de vuelta a casa. Lo único que recuerda es que, cuando entró por la puerta del salón, el colibrí ya no estaba. Una parte de ella sintió lástima: le hacía ilusión la idea de que Tomás conociera a su visitante inesperado, pero pensó que era lo mejor. Al fin de cuentas, el salón de su casa no era el hábitat propicio para un colibrí.
Desde entonces, Marta trabaja todas las mañanas con la ventana abierta, incluso en invierno, la deja entreabierta. El colibrí no ha vuelto, pero ahora puede escuchar mejor el canto melodioso de los pájaros que se posan en el árbol frente a su ventana.
Ya no tiene horarios tan estrictos, y Tomás forma una parte fundamental de su vida. Y dicen por ahí que está empezando a escribir un libro de poemas de amor. Muy a su estilo punk-apocalíptico, pero lleno de magia.
*Propuesta de texto para el taller de Escritura Creativa de Fuentetaja. Ejercicio: punto de giro. 3 de diciembre de 2019.