Es mi día seis de cuarentena. Encerrada en mi piso de Madrid, solo comparto metros cuadrados con mi gatita, Saba, quien duerme la mayor parte del tiempo, y la otra, se acerca a mí en busca de mimos.*
De las cosas que quiero hacer en estos días de encierro es escribir. Estoy empezando a hacerlo de a poco, pero me está costando más que el resto de las actividades que planeé para estas semanas de confinamiento. Tengo el guión de un cortometraje que –radicalmente— modificar, y un cuento –este— por escribir.
Un cuento-metáfora. En estos días en donde la necesidad de supervivencia humana lleva a gran parte de la población encerrada a buscar un sentido ulterior a todo esto, yo me decanto por lo contrario, por el no-sentido, por el vivir la simple crudeza de que, por una vez, nos toque como sociedad contemporánea (y primermundista) sentir en la piel lo que es una tragedia colectiva. Generaciones acostumbradas a una vida cómoda, con sobrepeso por las cañas de más e insomnio por preocupaciones que en verdad no llegan ni a los talones de lo que otras personas mucho menos afortunadas viven alrededor del mundo. Sociedades malcriadas. Sociedades individualistas. Sociedades con la piel fina.
En este paisaje mental, la metáfora se hace desafiante. Porque quiero vivir estos días en la no-metáfora. En que la gente se muere en hospitales abarrotados que no tienen respiradores suficientes; en refugiados latinoamericanos y africanos que se hacinan en campos de concentración al lado de fronteras que los expulsan si no con los hechos, con los no-hechos; en bombas que caen en Siria; en mosquitos que contagian Dengue en Argentina…y así, sucesivamente.
Pero el desafío se impone, el tiempo invita y me siento frente al ordenador con una sola idea: escribir lo que salga.
Una imagen me viene a la mente. Una chica joven, de unos quince años, de piel muy blanca y mejillas rojas del frío, cabello recogido de color rubio oscuro y ojos pequeños del color del mar. Viste de forma sencilla, un vestido de una tela áspera, de color crema tostada, un chal grueso de lana cruda por encima de los hombros, y un delantal que alguna vez fue blanco, para proteger el vestido viejo y gastado. Está sentada frente a un fuego, en medio del salón frío y oscuro de la cabaña en la que vive. Lleva a la lumbre un pequeño cazo donde calienta leche. Es aun de noche, antes del amanecer. La chica se llama Janet, y vive en alguna campiña perdida del oeste americano, junto con su familia de colonos. Durante todo el relato, las imágenes que me trasportan al mundo que habita la protagonista son sacadas de cuadros de Millet, como el Ángelus o las Espigadoras; también veo a Janet, por momentos, sentada frente a la luz de una vela, rezando o dejando sus pensamientos correr, cuan Magdalena penitente de George de la Tour. En su vida reina el silencio y la cotidianeidad.
Janet se levanta cada mañana antes de que el sol se asome por el cielo. Estrellada. Así da la bienvenida la noche a Janet, con las estrellas aún brillando. Es su momento favorito del día. Todo alrededor duerme; es como si la vida aun no se hubiera decidido si tiene que ser vivida. La hora en la que los espectros se marchan a sus tumbas y el sol se acerca a su meta, esa hora, es la hora de Janet. No es una chica compleja. Ni culta. Más bien todo lo contrario: exuda sencillez e ignorancia por cada milímetro de su piel. Hija del campo, del trabajo duro y de las horas largas y laboriosas. Sabe sembrar, cosechar, atender a los animales y cocinar. No sabe leer ni escribir, ni tampoco es importante para ella. Su vida gira en torno a la pequeña granja que su padre, el señor Watson, adquirió a muy buen precio como parte de la campaña hacia las tierras del oeste impulsada por el entonces presidente Thomas Jefferson. Pero eso no es algo que ella sepa. Ni que le interese saber: Janet conoce su tierra, a su familia, y los animales que le dan sustento y compañía. Tampoco conoce el concepto de “felicidad” –igual todavía ni había sido inventado— pero se sabe contenta cuando se levanta por las mañanas, y cansada por las noches, cuando descansa su cabeza en la almohada.
Tiene dos hermanos más pequeños, Peter y John, y su mamá que solo le lleva quince años y se llama Alice. Durante el día, el señor Watson –Thomas— Alice y Janet trabajan el campo mientras los niños alimentan a las gallinas, las vacas y los cerdos. Por las tardes, Alice y Janet lavan la ropa y limpian la cabaña y, si les queda tiempo, remiendan la ropa y los zapatos de toda la familia, en una lucha constante por hacer durar lo perecedero. Muchas mañanas, Thomas lleva su carreta al pueblo más cercano para vender leche, maíz y las hortalizas que estén en temporada; los más pequeños suelen acompañarlo, le dan una mano con las bolsas y aprenden de su padre lo que alguna vez tendrán que hacer para salir de la pura subsistencia. Esas mañanas, Alice y Janet se dedican a quehaceres menos urgentes, como preparar conservas y mermeladas, podar el pequeño jardín que se encuentra en la entrada de la cabaña o visitar alguna vecina para también estar en contacto con el mundo fuera de su pequeña existencia.
Esa mañana, Janet se siente inquieta. Mientras calienta la leche en la lumbre, escucha al gallo que canta la próxima salida del sol, y se pregunta qué diría su padre si supiera lo que había hecho días atrás. Thomas le había dejado claro que no debía acercarse a la casa de su amiga Lilly Thompson, porque su hermano menor estaba en cama, con fiebres altas, y temían que tuviese escarlatina. Janet no solía ser una hija desobediente, pero había ejercido la excepción a su propia regla, y esa misma tarde en la que la prohibición había caído en la casa de los Watson, Janet, la hija mayor de Thomas Watson, había decido juntarse con Lilly, su amiga de toda la vida, para dar un paseo por el campo, mientras sus padres no estaban. Con la promesa de Janet de quedarse tranquila en casa, Alice decidió ir con su esposo e hijos al pueblo, y así hacer algunas compras que necesitaba para terminar de arreglar los zapatos de su travieso John.
Janet no lo había hecho con maldad, pero era evidente que su reacción ante la consigna parental era signo de un acto de rebeldía. La leche se está quemando. Janet no puede salir del bucle en el que se despertó, sintiendo la culpa de la decisión de aquella tarde, y sabiendo que sus acciones no habían sido las correctas.
—Hija, se está quemando la leche. Alice se acerca a Janet y saca el cazo de fuego. Janet se disculpa diciendo que había pasado una mala noche, y que se sentía cansada. Su madre le esboza una sonrisa comprensiva y se dispone a preparar el desayuno para la familia. El gallo ha dejado de cantar y el sol ya se asoma por el cielo. El salón de la cabaña está bañado por los rayos que atraviesan las ventanas, y Janet mira hacia afuera, pensativa.
—Janet, necesito que hoy te quedes con John y Peter por la tarde. Iremos con tu padre de nuevo al pueblo, que tenemos aun cosas que vender, y es preferible que tus hermanos se queden en casa. Ayer en el pueblo nos aconsejaron no llevar a los niños porque está habiendo más casos de escarlatina, y es una enfermedad muy contagiosa. Es importante que os quedéis en casa por la tarde; nada de salir a corretear ni visitar amigos. Seguramente pase pronto y no haya de qué preocuparse, pero intentemos ser precavidos.
Janet, sin mirar a su madre, afirma con la cabeza. Un escalofrío le recorre la espalda antes de preguntar: —Madre, ¿se sabe algo de Billy Thompson?
Alice mira de forma grave. —A Billy lo han confinado. Se sabe ya que tiene escarlatina, pero temen que el confinamiento haya llegado tarde. Ahora hay que esperar a ver si alguna de sus hermanas también cae enferma.
La mañana transcurrió como suelen pasar casi todas las mañanas en la granja de los Watson. Es otoño, y la familia se dedica a cosechar hortalizas: zanahorias, rábanos, espinacas y guisantes. El día empezó más bien frío, y se mueven a toda velocidad para entrar un poco en calor. Janet siente las manos congeladas, y recoge las zanahorias de forma automática. Es verdad que no se trata de un trabajo creativo, el recoger una verdura tras otra, pero hay en su ritmo constante una necesidad por no permitir ningún hueco al pensamiento. En esa necesidad por convertirse en un autómata, Janet dibuja en el campo una cadencia que parece rimar con el aire que sopla en las copas de los árboles que rodean el perímetro de la cosecha.
Al mediodía se sientan a comer en torno al fuego. El día ha empeorado, el ambiente está húmedo y el frío se siente en los huesos. Aprovechando el queso fresco de cabra que Thomas preparó hace unos días, y el pan que Alice amasó la tarde anterior, la familia se sienta junto al fuego para comer, con unos buenos tazones de café con leche. Janet no sabe qué hacer. Si les dice a sus padres que incumplió el mandato de no visitar a su amiga, saber que se enojarán mucho con ella, y que seguramente su padre la castigue con alguna tarea muy poco agradecida. Por el otro lado, si no dice nada, puede que nada suceda, y que todo se quede en una aventura arriesgada que no pasó a mayores. Pero si no dice nada y uno de sus hermanos –o ella— caen enfermos, el castigo será aún peor. Su padre no tolera la mentira, y menos cuando se disfraza de omisión.
Janet decide, pues, hablar.
Thomas y Alice la escuchan atentos, y con caras severas. Peter y John la miran con curiosidad; no se imaginaban que su hermana mayor podía portarse mal. Creían que el monopolio de las travesuras lo tenían ellos, pero Janet se había pasado en esta ocasión. Claramente era la ganadora.
Al terminar el relato, breve, conciso, Alice toma la palabra.
—Janet, la irresponsabilidad que has cometido nos puede costar muy cara a toda la familia. Tu padre y yo hemos estado expuestos a la enfermedad antes, y nunca nos pasó nada. Pero tus hermanos, y tú misma…. —Alice se detiene. La mezcla de enojo y miedo la dejan sin palabras.
—Gracias por habernos dicho. Ahora vete a tu cuarto. Peter y John van a dormir con nosotros las próximas noches. No sé si sirva de algo a esta altura, pero para quedarnos más tranquilos, estarás encerrada en tu cuarto hasta ver qué pasa. Recemos para que Lilly no se haya contagiado, ni te haya pasado la enfermedad a ti. Ya hablaremos de tu castigo –porque lo tendrás, y te sacará las ganas de volver a desobedecernos— pero ahora nos concentraremos en resolver la situación —agrega Thomas con decisión.
Janet, con lágrimas en los ojos, se pone de pie y se dirige a su habitación. Se sienta en la cama, al lado de la ventana, y comienza a llorar. Se recuesta, y se queda dormida. Cuando se despierta ya es de noche; por unos segundos, no recuerda dónde está ni qué está pasando, pero enseguida recobra el conocimiento, y se entristece. Coge la vela que hay encendida en la puerta de la habitación y la acerca a su mesa de noche. Entonces Alice sube con un bol de sopa caliente. Se lo deja en la entrada, y se marcha sin decir nada. Janet se pone de pie automáticamente y se dirige hacia el bol de sopa. Las maderas crujen bajo sus pisadas. Se asoma al pasillo y ve a su familia en torno a la lumbre. También están cenando sopa. No hablan; se siente un ambiente taciturno, de vigilia. Se escucha el viento soplar fuera de la cabaña, como el sonido de una flauta sorda, que desafina cada dos notas. El viento no da tregua, y Janet se siente agobiada. Coge el bol y vuelve a la cama; se tapa con la manta y come la sopa, mientras observa la noche cerrada a través de la ventana.
Piensa que le tiene más miedo al ser repudiada –al ostracismo concretamente, aunque ella no lo llama así porque nunca conocerá esa palabra— que al coger la escarlatina.
—Qué egoísta, —piensa. Tarda en dormirse. Siempre se queja con su amiga Lilly que odia compartir la pequeña habitación con sus hermanos, pero esta noche los extraña. —No volveré a quejarme de ellos, —se dice.
Tarda en conciliar el sueño. Escucha cómo sus padres y sus hermanos se van a dormir después de una cena corta y liviana. Ve cómo el resplandor de la lumbre y de las velas se apagan. Para no ser regañada de nuevo, apaga también su vela, aunque no tiene ganas de dormir. Se queda mirando el cielo a través de la ventana, pensando que nunca llegará el sueño y, cuando menos lo espera, se queda dormida. A la mañana siguiente se despierta antes del alba y, de forma automática, se pone de pie para encender el fuego del salón. Pero recuerda que no puede salir de la habitación, y se tapa de nuevo con la manta. Se siente triste, desubicada. Hace años ya, no recuerda desde cuándo exactamente, cada mañana se levanta antes del alba y antes que el resto de su familia para empezar los preparativos del desayuno. Con la frustración presente en el cuerpo, se queda en la cama y agudiza el oído, a la espera de escuchar a su madre levantarse. Al cabo de un rato que se hace más largo que el habitual, escucha unos pasos que se dirigen al salón. Unos minutos después, la luz del fuego alumbra las tinieblas y los sonidos de los cazos empiezan a darle ritmo a la mañana. Su padre se levanta un poco más tarde, y se asoma a verla. Desde la entrada de la habitación la saluda.
—¿Cómo te encuentras Janet? —pregunta Thomas, visiblemente cansado, como si no hubiese pasado una noche muy tranquila.
—Bien, —dice en voz baja. Casi no puede mirar a su padre a la cara. De ella se apodera la vergüenza y prefiere no agregar más.
El sol ya repunta por el horizonte conocido, y Alice llama a la familia al desayuno. Peter y John se asoman brevemente a la habitación y le dedican una sonrisa a su hermana, quien les devuelve la muestra de cariño, con una sonrisa de agradecimiento. Al cabo de un rato, cuando el sol ya está entrando por el salón de la cabaña, Alice se acerca y le deja a su hija un pedazo de pan y una taza de leche.
—¿Cómo estás, hija? —pregunta, esbozando una sonrisa cargada de empatía. Alice ya no parece estar enojada, pero Janet prefiere no saltar a conclusiones apresuradas, y contesta de forma tímida.
—Me siento bien, —responde—. ¿Cómo están Peter y John?
—Se sienten bien también. Hija, —dice Alice—. Cuando tu tía Rose tuvo escarlatina yo era pequeña, y dormíamos en la misma cama. Recuerdo que, en ese entonces, tuve que quedarme en confinamiento durante dos semanas, porque era el período en el que yo podía contagiar a otras personas. Nunca tuve síntomas de nada, y al cabo de quince días mis padres me dejaron salir. Rose se recuperó después de una convalecencia ardua y larga, y ningún otro miembro de la familia cogió la enfermedad porque todo el mundo siguió a rajatabla las reglas del confinamiento. Janet, por unos días tendrás que quedarte en esta habitación. Podrás salir a hacer tus necesidades, y te traeré una vasija para que puedas higienizarte, pero más allá de eso, no podrás moverte de aquí. Para que las horas no pasen tan lentas, te traeré ropas para arreglar, incluso, si quieres, puedes ponerte a coser alguna prenda que quieras hacer. Pero todo tendrá que suceder aquí. Cualquier cosa que necesites, nos lo pides. Recuerda que estaremos unas horas en el campo, recogiendo las verduras. Si llegaras a sentirte mal, con escalofríos o dolor de cabeza, ven a buscarnos. En caso contrario, te quedarás aquí y nosotros te traeremos la comida y lo que necesites.
Janet escucha a su madre sin moverse. Con la mirada hacia sus manos, está atenta y un poco melancólica.
—Entiendo que no es sencillo, pero Dios mediante, en dos semanas podrás salir a hacer tu vida normal, y esto solo habrá sido un mal trago. Es lo que tiene no obedecer a tus mayores, Janet. El capricho nos hace ciegos a lo que realmente es bueno para nosotros y las personas que nos rodean. Y nos hace más egoístas. El egoísmo es la fuente de muchos males, hija, no lo olvides. Cuando sólo nos importa la satisfacción de corto plazo y no pensamos en las consecuencias, es probable que el precio a pagar sea mucho más alto de lo que originalmente estábamos dispuestos a afrontar.
Alice se da media vuelta y se va. Al cabo de unos minutos, deja en la puerta de la habitación una cesta con calcetines rotos, una aguja e hilo de color blanco. Sin mediar palabra, Janet espera a que su madre se aleje de la puerta para coger la cesta, llevarla a su cama y ponerse a la labor. La mañana transcurre en silencio. La familia Watson está en el campo, cosechando; los niños siguen con sus tareas matutinas de alimentar a los animales, y Janet se siente una prisionera de su propia imbecilidad.
Termina de remendar los calcetines rápido. Las salidas a la letrina son frecuentes, más por necesidad de respirar aire fresco que para hacer sus necesidades fisiológicas, pero intenta no quedarse fuera mucho tiempo. Para la hora de la comida, ya no hay más calcetines que arreglar. Thomas sube con un bol con patatas, zanahorias, y un trozo de carne de ternera, recién cocido. Trae también una taza con el caldo en el que se cocieron las verduras, y una rebanada pequeña de pan duro.
Janet no tiene mucha hambre, pero come casi por aburrimiento. Al finalizar, deja los trastos vacíos en la puerta y se recuesta en la cama. Sin darse cuenta, cae dormida. Se levanta de un sobresalto, perdida por unos segundos, sin saber qué día es y por qué está durmiendo. Después, se ubica en espacio-tiempo, y se entristece. Agudiza el oído, se pone de pie en la entrada de la habitación y no escucha nada. Decide aventurarse fuera, caminando en puntillas de pie, sin zapatos y con mucho cuidado de que la madera no cruja debajo de sus pisadas cautelosas. Logra llegar a la ventana del salón y ve a su familia en el campo, sentados bajo el atardecer, hablando y limpiando las verduras que seguramente recogieron esa misma mañana. La conversación parece animada, muy distinto al encuentro de la noche anterior en torno a la lumbre. No sabe por cuánto tiempo los observa, pero se asegura de que no la vean. Cuando Alice se pone de pie, y hace unas señales para indicar a Thomas y a sus hijos que es hora de recoger, Janet vuelve a su habitación. Ya se está haciendo de noche. La idea de pasar catorce días más de esa manera la descorazona, pero no menciona nada al respecto cuando Thomas le trae el bol con sopa de verduras y pan duro.
Hoy es mi undécimo día de encierro. Podría decirle a Janet que, al final, te acostumbras, y que le encuentras el gusto y todo.
Claro, vidas muy distintas. Yo, frente a mi ventanal, con ordenador, móvil, libros, películas…pero cada vez anhelo más el vacío. Los momentos en los que me siento en mi mecedora, con la infusión de turno en la mano, y me hamaco mirando la copa de los árboles que enmarcan la visión del cielo, hoy celeste, que se mete a mi salón, son los momentos en los que me siento más viva.
No sé que le pasará a Janet, aunque lo que más me ha tentado hasta ahora –si siguiera escribiendo su historia— es que no le pase nada; que simplemente se quede encerrada una quincena en su casa, remendando ropa, cociéndose un vestido nuevo con tela vieja, mientras su familia sigue, día tras día de su encierro con las labores de la granja. Nadie se enferma. Seguramente Billy Thompson muera –era de contextura más bien débil— pero su amiga Lilly no se habrá ni enfermado.
De mayor –cuando tenga veintidós años y ya sea madre de dos hijos pequeños— Janet recordará esas dos semanas de cuarentena, en la que aprendió a apreciar el trabajo, la cercanía de sus seres queridos, y la importancia de obedecer a sus mayores.
Mientras tanto, en Opañel, el 26 de marzo de 2020, me pregunto si aprenderé algo. Hoy me desperté sabiendo que no sé nada; que soy un saco abierto de preguntas que se toman su turno para intentar ser contestadas (sin demasiado éxito). Por primera vez en cuarenta años, disfruto del no saber. Igual en eso sí me acerco a Janet y su vivencia del mundo que la rodea. Quizás la estoy romantizando; quizás ella sabía mucho más de lo que yo sabré jamás; quizás, en algún punto donde el tiempo y el espacio dejan de tener límites y estructuras, Janet y yo estamos sentadas frente a la misma ventana, viendo el mismo atardecer, y sintiéndonos, privadamente, un poquito melancólicas.
*Propuesta de escritura para el taller de Escritura Creativa de Fuentetaja. Ejercicio: la metáfora.