transgénica

La cabeza contra la pared.

Como una sandía madura, casi en el punto donde empieza a estar mala,

reventada contra una superficie dura, fría.

Semillas de recuerdos que no van a florecer: que se quedan pegadas verticalmente como recordatorio de lo estéril que puede ser lo vivido cuando se re-vive indefinidamente.

El impulso de partirse el cráneo para que deje de doler, algo más profundo, que el golpe mismo.

Lágrimas jugosas —

Dulces y un poco agrías—

testigo de un portazo que hizo trizas el corazón.

¿De quién?

De lo que una vez fui, y dejé de ser a partir de ese día.

Del día que me di cuenta de que mi cabeza podía dejar de rebotar

y simplemente partirse en miles de pedazos.

¡Qué delicia el reconocerse en el pánico del abandono!

El dejarse llevar por la histeria del no saber cómo se podrá vivir el próximo segundo.

La primera y única vez que tuve una sensación tan clara, tan pedagógica. Esclava de la más absoluta incertidumbre.

De lo anodino al final de la historia en el accionar de un picaporte que deja lugar a la duda infértil, enfermiza.

¿Cómo se sale repentinamente del vacío del desamor?

Haciendo de la cabeza una sandía pasada de fecha.

Si lo hubiese entendido en ese entonces, en vez de llenarme de mentiras

–es pasajero/es cuestión de tiempo/es comprensible/es necesario/no soy suficiente…

Me hubiese ahorrado un océano de tristeza.

Pero en el ahorro no hay arte.

Y sin arte la sandía se hace ceniza.

Inmortalizada por un volcán en erupción sin ser esperado.

Mi cabeza no es ceniza.

Es sandía, que volvió a estar fresca (aunque ya no tiene semillas).

Ambas cosas sucedieron –mi deseo por partirme la cabeza contra la pared cuan sandía madura y el portazo que fue el silbatazo de partida— pero no al mismo tiempo. El portazo antecedió a la cabeza por unos cuantos días, quizás una semana. Fue una mañana en la que casi no había dormido esperando que llegara quien era entonces mi pareja. Habíamos quedado en juntarnos para “celebrar” después de que él había aceptado un puesto que lo convertiría en figura pública –y estresada— durante los próximos tres años. Puesto que la ceremonia era por la tarde, decidimos que yo cenaría con su madre, mientras él participaba del rito ceremonial de iniciación a una vida que se había abierto ante sus ojos idealistas y mi mirada desconfiada. No estaba hecho para lo se le venía encima, pero no era el momento para hacérselo ver, puesto que las ilusiones tienen un camino propio hacia el desengaño que yo no quería entorpecer. Al final de cuentas, se trataba de su vida, y de aquello que le había vuelto a conectar con una creencia profunda y heredada de que él podía cambiar las cosas. Mi época de ese idealismo egocéntrico se había pasado, a base de darme de bruces unas cuantas veces con el bordillo de muchas y diversas aceras, y había decidido que mi contribución hacia la sociedad tendría una expresión más sutil, de la mano del arte y con objetivos más humildes, pero incluso más inspiradores de los que él se planteaba en sus ensoñaciones. Esa noche, después de la cena, volví a nuestra casa y, con móvil en mano, comenzó una conversación entrecortada a base de mensajes tardíos que solo aplazaban indefinidamente ese encuentro que habíamos planeado para celebrar su nueva aventura. Las horas pasaban ante mi desconcierto, mi incomprensión por la falta de concreción y sus mensajes evasores solo me llenaban de una ansiedad que tenía razones de más para estar alimentada por miles de fantasmas que me hablaban al oído y me hacían sentir vulnerable, casi despreciada. La una; las dos; las tres; las cuatro…no recuerdo a qué hora llegó exactamente, pero me viene a la piel la sensación de que era ya muy tarde cuando finalmente se abrió la puerta de casa. Su mirada de sorpresa ante mi cara momificada de espera se transformó en reproche alcoholizado en cuestión de segundos, y casi sin cruzar palabras, fue a la habitación y se tumbó en la cama, dejando la ropa tirada por el suelo. Intenté dormir, pero sin mucho éxito. Al pasar unas horas, se levantó de la cama con una clara resaca y sin mirarme se dirigió a la cocina, donde comenzó a preparar la cafetera, amiga fiel de tantas mañanas en las cuales solo el sabor y el efecto de la cafeína parecen ser el único puente firme hacia la realidad. Me dirigí casi corriendo a su encuentro, y las palabras que me dieron la bienvenida fueron de reproche y de fastidio, recubiertas por una capa firme pero traslúcida de incomprensión ante mi espera de la noche anterior. Su incomprensión se sumó a la mía; no entendía como un arreglo tan claro como el que habíamos hecho la tarde anterior se había desvanecido de sus promesas y que, sumada a su amnesia, relucía cuan hoja afilada su enojo ante mi pedido de explicaciones. Y entonces los sucesos se dieron, uno tras otro, como una catarata cargada de agua de deshielo, y en pocos minutos la conversación terminó en gritos movidos por razones más profundas que finalmente salían a la luz a borbotones. En un abrir y cerrar de ojos, los diez años de relación se convirtieron en un relámpago cargado de electricidad mortífera, dirigida con especial empeño al centro de mi corazón. Unos pasos, algunas palabras confusas (¿o confundidas?) y un portazo, una salida desprolija y sonora que dio comienzo a la tempestad que marcaría el ritmo de los próximos años de mi vida, entre ahogos, profundidades y, finalmente, luz. 

Es obvio el que los valores de las mujeres difieren con frecuencia de los valores creados por el otro sexo y sin embargo son los valores masculinos los que predominan. 

“Una habitación propia” de Virginia Woolf. 

El marco de esa noche fatídica en la que, por única vez en mi vida, pensé seriamente en golpearme la cabeza contra la pared, sin otro deseo más que la necesidad de que mi mente dejara de sumergirse en un torbellino de confusión y dolor. Pensaba que, quizás el dolor físico del golpe, el trauma óseo de una parte tan importante de mi cuerpo incrustada contra una superficie lisa y maciza podría aliviar la incomprensión que recorría mis venas. 

Salía del teatro después de ver una puesta en escena del famoso ensayo de Virginia Woolf, Una habitación propia. De camino a casa, decidí llamar a mi pareja, aquel que una semana antes había salido de un portazo de casa, sin más explicación que el “no poder seguir así”, como si esa frase hueca de sentido pudiera ser en sí razón suficiente para poner en jaque un camino que rebosaba de experiencias compartidas. En ese llamado, que había nacido de mi deseo por aclarar las cosas y encontrar una alternativa a su huida que nos pudiera marcar una vía renovada como pareja, aquel que ya se estaba definiendo como ex me dejaría claro, de forma brutalmente tangencial, que no seguiría formando parte de mi vida. Esa noche, usando como instrumento mortífero y cobarde una llamada entrecortada, en la que se oían las voces de sus colegas mientras tomaban cervezas y sonaba de fondo el ruido de un bar que, a duras penas y tras mi insistencia, había abandonado para seguir la conversación conmigo a las puertas del griterío, me anunció –sin anunciar— el final de la historia. 

–“Ya le avisé a Diego de lo nuestro” –dijo finalmente, intentando mantener una fachada de conversación de bar, como si estuviésemos hablando de la cosa más anodina, de algún cotilleo tonto, de una noticia ya recibida. 

–¿Qué le avisaste? –pregunté, anticipando la respuesta mientras contenía la respiración y el asombro ante la manera que había elegido para informarme que estaba oficialmente abandonando el barco. 

Y mi cabeza: sandía.

Escrito en diciembre de 2020 como parte del taller de escritura creativa de Fuentetaja.

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