Rosa en cautiverio II

Jugando con flores, febrero de 2022

Había pasado un año desde aquel día en el que Rosa despertó a su pesadilla. Curiosamente, en vez de dejarse envolver por la ignorancia espacio-temporal, o incluso seducir por la posibilidad de que acabasen con su vida, decidió seguir adelante, impulsada al principio por una necesidad básica de respirar; seguida por un respeto de antaño hacia sus padres —quienes pusieron toda su fe en que Rosa despertara en un mundo científicamente más avanzado— y, finalmente, sustentada por el amor que fue creciendo dentro de ella por Frederick, el enfermero logopeda que pacientemente le enseñó a comunicarse con el exterior. 

Sabía que ella era solo una enferma grave en una camilla a quien Frederick veía día a día porque era su trabajo, pero ese amor que había florecido desde lo profundo de la desesperación estaba ahora lleno de anécdotas de autosuperación, consciencia y respeto por aquello que hacía de la vida algo excepcional. Rosa había ido recuperando la memoria poco a poco, y recordaba completamente su historia personal, su pasado hasta la tarde fatídica en la que sufriría un derrame cerebral que llevaría a sus padres a criogenizar su cuerpo con las esperanzas de que en el futuro hubiese una cura para su grave estado. Sus padres murieron sin volver a verla despierta. Cuando Rosa despertó, 169 años después de su accidente, el mundo que había dejado aquella tarde del mes de marzo en Santiago de Chile era otro, en el sentido metafórico y literal de la palabra.

No se había despertado en la Tierra, sino en el Centro de recuperación de traumatismos graves de la Base XIII, Cuadrante V.I, en la órbita de Plutón. La Tierra estaba deshabitada por seres humanos —la vida allí era imposible a causa de los desastres nucleares que había dejado la Cuarta Guerra Mundial— y lo que había quedado de la humanidad había huido en naves espaciales que se desperdigaron por distintas partes de la Vía Láctea, desarrollando sociedades basadas en ciudades espaciales que  luchaban día a día para sobrevivir y encontrar un nuevo sentido a una vida que, en cuestión de décadas, se había convertido en una auténtica historia de ciencia ficción.

Rosa sufría del síndrome de “enclaustramiento”, un mal muy raro por el cual la persona se mantiene en un estado de vigilia y conciencia con tetraplejia y parálisis de los nervios craneales inferiores que conduce a una discapacidad para adoptar una expresión facial, moverse, hablar o comunicarse excepto por medio de movimientos oculares codificados. Gracias al enfermero Friedmann, Frederick Friedmann, Rosa había aprendido a comunicarse a través de sus ojos, mantener conversaciones con cierto nivel de complejidad, expresar sentimientos e incluso opinar sobre la coyuntura política de una época tan incierta como fascinante. 

—Buenos días, Rosa. ¿Cómo te encuentras? —pregunta la doctora Hong, sin esperar respuesta—. Hemos hecho los estudios habituales para corroborar que tus funciones vitales, digestivas y motoras estén en condiciones aceptables dadas tus circunstancias, y todo parece estar en orden. Son buenas noticias, Rosa —dice la doctora, y continúa—: Como te comentó el enfermero Friedmann ayer, hemos hablado con un centro de tratamiento de enfermedades raras en la órbita de Urano, donde están desarrollando un software para la traducción de los impulsos oculares en palabras, y hemos recibido excelentes noticias. La fase beta I del desarrollo del proyecto está concluyendo y se va a pasar a la fase II, para la cual necesitan hacer el testeo con personas que puedan beneficiarse de esta tecnología, y nos han avisado de que tú eres candidata gracias a tu rápida capacidad de aprendizaje, recuperación casi completa de tu memoria y el hecho de que tus signos vitales se mantienen estables. Si te parece bien, contaremos contigo para este proyecto. ¿Qué me dices?

Rosa pestañea dos veces. 

—Perfecto, Rosa, me alegra saberlo —dice la doctora, y se dispone a salir de la habitación—. Hola, Friedmann. Rosa ha dicho que sí. Avisa a la doctora Garahov para que empiece los trámites de su participación. 

Cuando se va, entra Frederick en la habitación. El enfermero Friedmann es un joven de unos treinta años, altísimo, de cabello rubio, del color del trigo. 

Tienes ojos cual esmeraldas y una sonrisa enorme siempre dibujada en la cara, piensa Rosa. ¿Cómo no enamorarse de este hombre tan hermoso?

—Rosa, me alegra que vayas a formar parte del proyecto. ¿Te imaginas comunicarte con las personas directamente, sin necesidad de un intermediario como yo? —dice Frederick mientras saca su tablet para conversar con ella. 

Rosa sonríe de forma sarcástica, y con un deje de tristeza. Es una sonrisa interna, porque los músculos de su cara no le permiten esbozarla. Pero ella la siente, la vive, sabe que esa sonrisa existe en algún lugar del espacio, ya sea visible o no. Quiere tener más autonomía; la posibilidad de comunicarse de forma más fluida y con más personas es una de las razones que la motivan a seguir adelante, pero no puede dejar de notar la ironía de que esa independencia la aleje casi con certeza de su ser amado. ¿Por qué el amor tiene que ser siempre tan escurridizo, incluso el platónico?

La sensación de tristeza no la abandona, y comparte con el enfermero su preocupación en torno a lo que supondrá para “el trabajo conjunto” su participación en el proyecto. Frederick le asegura que las formas cambiarán, pero no el contenido: que más allá de todo, el trabajo que tienen por delante sigue siendo mucho y que, además, la considera una amiga, a quien no se le ocurriría dejar de visitar. Rosa no sabe si esa tibia expresión de cariño de Frederick sea algo por lo que alegrarse o, de lo contrario, una piedra más en esa boca del estómago que no siente pero que sabe que está. 

Después de la sesión con el enfermero, Rosa se queda sola. 

Me gustaría poder transportarme en el tiempo. A mí. A Frederick. A la playa de Valparaíso, una tarde de diciembre, piensa. 

Cierra los ojos. 

Una playa enorme de arenas doradas. Un mar de color azul profundo con olas que rompen de forma rítmica en la orilla. Un cielo celeste vibrante, sin rastros de nubes. La brisa alivia un poco el calor del sol que no da tregua, y trae un aroma de sal y algas marinas. Debajo de una sombrilla, Rosa levanta la mirada del libro enorme que está leyendo y ve pasar a un extranjero que se está incinerando por el sol del verano austral. La playa está casi vacía —todavía no han empezado las vacaciones de verano— y notar la presencia de ese hombre tan blanco, tan rubio y alto es casi inevitable. Hacen contacto visual: ella se ha quedado mirándolo embelesada sin darse cuenta, y el extranjero siente los ojos puestos en él y devuelve una mirada acompañada de una enorme sonrisa.

El hombre camina hacia ella, decidido, sin abandonar ni por un momento esa sonrisa sincera que enmarca su cara. 

—Hola —dice el extranjero con acento irreconocible—. Me llamo Frederick. ¿Tú?

—Hola —dice Rosa sonrojada—. Soy Rosa. 

Rosa mueve hacia un costado la silla de playa para dejar un hueco en la sombra que regala la sombrilla y le señala el lugar con una mano tímida.

—Gracias, Rosa —dice Frederick y se sienta en la arena junto a ella. 

—¿De dónde eres? —pregunta Rosa, y mientras conversan de forma animada, el recuerdo de aquello que nunca sucedió se va borrando, como una acuarela, y Rosa en cautiverio llora, y las lágrimas se ven, porque ruedan por su cara inexpresiva cual primer deshielo.


Texto desarrollado para el taller de Relato autobiográfico de Fuentetaja, julio 2022. Continuación de Rosa en cautiverio, texto desarrollado como parte del taller de Escritura creativa de Fuentetaja, julio 2020.

https://tempestadeslunares.com/2020/07/25/rosa-en-cautiverio/

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